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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

II de Pascua
Recuerdo de san José obrero y fiesta del trabajo. Para los judíos es el día del recuerdo del Holocausto (Shoah), en el que se recuerda el exterminio de su pueblo en los campos nazis de exterminio.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El Evangelio que se nos ha anunciado parece querer marcar el tiempo de los creyentes en función del acontecimiento pascual: la Pascua es la que fija el ritmo de la vida de los discípulos. Desde el inicio. Jesús resucitado, efectivamente, tras haberse aparecido a los discípulos el día de Pascua, vuelve de nuevo en medio de ellos ocho días después. Podríamos decir, el domingo siguiente. Esta vez está también Tomás. Y así, de domingo en domingo hasta hoy, de manera ininterrumpida desde hace dos mil años, los discípulos de Jesús se reúnen por toda la tierra para poder revivir el encuentro con el Señor resucitado.
Los apóstoles se habían retirado al Cenáculo y estaban con las puertas cerradas, por miedo. Miedo de perder su vida y su tranquilidad o tal vez lo poco que les había quedado tras la muerte de Jesús. Estaban tan tristes y resignados que incluso se habían burlado de las mujeres que con temor y alegría habían ido a anunciarles la resurrección de Jesús. Pero el Señor aquel día abrió su corazón y venció su incredulidad. Al ver al Señor -escribe el evangelista- los discípulos se alegraron y quedaron llenos del Espíritu Santo. Fue como si quedaran transformados profundamente por una nueva e irresistible energía interior. Ya no eran como antes. Y se lo dijeron de inmediato a Tomás: "Hemos visto al Señor". Pero Tomás no quiso creer aquellas palabras: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré". Eso no significa que fuera un discípulo malo o mediocre; tampoco que fuera un frío racionalista, una persona de hechos concretos, de experiencias, un hombre positivo que no se abandona a la emoción y al sentimiento como las mujeres de las que habla el Evangelio. Tomás era verdaderamente un hombre de sentimientos fuertes: cuando Jesús decidió ir a ver a su amigo Lázaro, a pesar del peligro de muerte, fue el primero que dijo: "vayamos también nosotros a morir con él". Y cuando Jesús habló de su partida, Tomás en nombre de todos se adelantó y preguntó: "Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?". Tomás no era un hombre incapaz de tener sentimientos. No obstante, ya había asumido que la resurrección, de la que Jesús había hablado, era solo un discurso, solo palabras. Y cuando los otros diez le anunciaron el Evangelio de Pascua, él contestó con su discurso, con su "creo": "Si no veo y no meto mi mano en su costado no creeré".
Es el "creo" de un hombre que no es malo, de un hombre que es generoso. Pero para él solo existe lo que ve y toca. Es el credo de muchos hombres y mujeres que, más que racionalistas, son egocéntricos. Es el creo de aquellos que son prisioneros de su horizonte limitado, prisioneros de sus sensaciones, de aquellos que están cerrados únicamente en lo que ven y tocan. Estos no creen en lo que no pueden tocar, no creen en lo que está lejos de ellos y de sus intereses. Es el "no creo" de un mundo de egocéntricos, que fácilmente se hace perezoso, violento e injusto. Sí, porque el egocentrismo lleva siempre a cerrarse y a ser incrédulo. Por eso no pocas veces el creo de Tomás es también nuestro creo. Ochos días después de la Pascua Jesús se presenta de nuevo en medio de sus discípulos. Esta vez está también Tomás. Podríamos añadir: estamos también nosotros. Y Jesús, tras repetir el saludo de paz, invita a Tomás a tocar sus heridas. En realidad es Jesús, el que toca el corazón incrédulo del discípulo llamándolo por su nombre y diciéndole "no seas incrédulo sino creyente".
Estas palabras llenas de cariño y de tierno reproche, hacen arrodillar a Tomás. Él no tuvo necesidad alguna de tocar, porque el Evangelio le tocó el corazón. Sí que vio al Señor todavía con las marcas de las heridas. Y tal vez ver el cuerpo herido fue el vehículo a través del que las palabras del Señor llegaron al corazón de Tomás. "Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado", le dice Jesús a Tomás. Sí, debemos poner las manos en los cuerpos heridos, enfermos y debilitados que encontramos, si queremos encontrar al Señor resucitado. La victoria sobre nuestra incredulidad y sobre la incredulidad del mundo empieza justo de ese modo: escuchando el Evangelio de Pascua y tocando las heridas del cuerpo de Jesús todavía llagado en muchos hombres y mujeres, cerca y lejos de nosotros. De ese modo nace la alegría de la Pascua. El apóstol Pedro nos lo recuerda: "Vosotros lo amáis sin haberle visto; creéis en él aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa" (1 P 1, 8).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.