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Navidad del Señor
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Libretto DEL GIORNO
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Homilía

"Vamos a Belén a ver lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado". Es la decisión de los pastores, los únicos que en Belén se dieron cuenta de aquel niño. Debemos salir de nosotros mismos para encontrar la Navidad. Debemos mirar al mundo desde la calle, desde la vida verdadera, para encontrarnos con quien une la tierra y el cielo. La esperanza no es abstracción. Buscarle nos ayuda a comprender la vita tal y como es verdaderamente. ¿Se puede vivir sin esperanza? No: nos volvemos cínicos, amargados, quizá cultos pero ignorantes de la vida. ¿Podemos tener esperanza cuando todo parece tan vano, superficial y caduco? ¿Puede esperar algo una generación que piensa que ya conoce todo y ha quemado los sueños? ¡Una generación incapaz de asombrarse, de maravillarse, de apasionarse por alguien! La propuesta es ir a Belén. ¿Qué puede haber allí? Desde luego no es uno de esos lugares donde se puede encontrar todo, donde podemos encontrar alguna que otra sensación nueva y seguir poniéndonos en el centro de nosotros mismos.
Ciertamente, en Belén no encontramos a los que cuentan. Para encontrar algo debemos ir a un lugar periférico, no habitual, y poner en el centro a otro, no nuestro omnipresente "yo". El ejemplo de Francisco de Asís es especialmente iluminador. Era la semana antes de la Navidad de 1223 cuando Francisco, que se encontraba en el pequeño convento con sus hermanos en Greccio, dijo a su amigo Giovanni Vellita: "Giovanni, quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno". Francisco quería "ver" la Navidad. En realidad, desde los primeros siglos los cristianos habían representado aquel nacimiento, pero se había como desligado del ambiente en que se había producido, de la gente que lo había visto. En las grandes basílicas de Jerusalén, de Roma y de Constantinopla, los mosaicos y los frescos representaban a Maria vestida como una reina y al niño envuelto en pañales adornados con oro. Se quería expresar que ya desde aquel momento aquel niño era el dominador de los reinos de este mundo.
Y era justo. Es más, lo necesitamos también hoy, acostumbrados como estamos a ver y aceptar otros señores en nuestra vida. "Vamos a Belén a ver lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado", se dicen los pastores unos a otros según la narración de Lucas. Francisco estaba ya casi ciego, una infección contraída en Egipto le estaba apagando la vista. Quizá también ésto le empujaba a "ver" aquella Navidad. Quien ve a ese niño no encuentra la fuerza de su orgullo, no confía en sus riquezas, no se encomienda a los poderosos de este mundo; encuentra sólo a un niño pobre, débil e indefenso. Para él "no tenían sitio en el albergue", como muchas veces tampoco hay sitio entre los hombres para los débiles y los indefensos. Desde aquel día muchos son semejantes a ese niño, muchos no han encontrado y no encuentran sitio en las casas, pero sobre todo en el corazón de los hombres. Son los prófugos, los extranjeros alejados de sus tierras, los abandonados, los oprimidos, los condenados a muerte, las víctimas de las guerras y de la violencia. Como aquellos pastores, como Francisco, debemos ir a "ver" los numerosos pesebres reales y trágicos, y acogerlos en nuestro corazón, en nuestra vida. Es hermoso seguir preparando el Belén, pero nos debe recordar que no podemos cerrar más nuestras puertas al pequeño y al débil. El Belén es un escándalo de falta de acogida. Quizá debemos empezar a preparar también otro pesebre, el que se refiere a Jesús prófugo en Egipto: débil como un niño, de inmediato se ha convertido en prófugo y extranjero. La liturgia propone este recuerdo el Domingo siguiente a la Navidad, y lo dedica a la Sagrada Familia. Como María y José, debemos acompañar a quien, por la dureza de la vida, se ha convertido en un prófugo o en un extranjero en otro lugar, semejante al pequeño niño de Belén en Egipto.
Esta es la alegría: acoger la debilidad, amarla y protegerla. ¿Es demasiado poco? No. Es una fuerza extraordinaria. Es la fuerza de nuestro Dios niño. ¡No se ha acabado el tiempo de la esperanza! El mismo Dios que, como se ha recordado, siente malestar por la locura del hombre, por su maldad, por la injusticia, él que viene entre los suyos que no lo acogen, no deja de amarles con locura hasta el punto de hacerse niño. Hay esperanza para el dolor de los que están solos, de los enfermos, de los extraviados, de quienes lo han perdido todo, de quien está lleno de resentimientos, y de quien no sabe por dónde empezar. Descubrimos al Dios del cielo en la debilidad transfigurada por el amor, en la noche iluminada y atravesada por un canto de "paz a los hombres en quienes él se complace". La vida es algo amado, no es un vagar sin sentido.
Los pastores regresaron alabando a Dios. ¡También nosotros! Comuniquemos a muchos el secreto y los sentimientos de la Navidad. ¡No dejemos que se marchiten! María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón. Es lo que debemos hacer nosotros. Conservar en nuestro corazón el pequeño libro del Evangelio, leámoslo un poco cada día: crecerá con nosotros, como el niño Jesús.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.