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Memoria de Jesús crucificado
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Viernes 22 de febrero

Fiesta de la cátedra de san Pedro


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Primera Corintios 4,14-21

No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos. Pues aunque hayáis tenido 10.000 pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús. Os ruego, pues, que seáis mis imitadores. Por esto mismo os he enviado a Timoteo, hijo mío querido y fiel en el Señor; él os recordará mis normas de conducta en Cristo, conforme enseño por doquier en todas las Iglesias. Como si yo no hubiera de ir donde vosotros, se han hinchado algunos. Mas iré pronto donde vosotros, si es la voluntad del Señor; entonces conoceré no la palabrería de esos orgullosos, sino su poder, que no está en la palabrería el Reino de Dios, sino en el poder. ¿Qué preferís, que vaya a vosotros con palo o con amor y espíritu de mansedumbre?

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Pablo reivindica con pasión su paternidad sobre la comunidad, sabiendo que la unidad no es fruto simplemente de la buena voluntad de las personas, sino solo de la paternidad de la predicación del Evangelio. Y el apóstol, guiado por el Espíritu, puso el Evangelio de Jesús como fundamento de la familia cristiana de Corinto. Por eso les recuerda: «Por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús». Él sigue siendo la garantía de su comunión, y por tanto de su unidad. Y añade, no como una exhortación moral sino para poner de manifiesto un vínculo espiritual básico: «Os ruego, pues, que seáis mis imitadores». La imitación se refiere al plano de su relación con Cristo, como dirá más adelante en esta misma carta: «Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo» (11,1). Los cristianos de Corinto deben unirse a Cristo tal como lo ha hecho Pablo. Desatender u olvidar esa relación significa eliminar los cimientos de la misma vida de la comunidad cristiana. En su seno existe una relación de paternidad y de filiación entre sus miembros que forma parte de la estructura misma de la Iglesia. En este horizonte Pablo envía a Timoteo a los corintios para continuar su misma predicación. El discípulo que tiene la tarea de la predicación debe «recordar» el Evangelio que ha sido anunciado, debe mantenerlo vivo en la vida de la comunidad para que no se disperse ni se vuelva algo insípido. Es el sentido vivo de la tradición de la Iglesia: si el que anuncia el Evangelio debe sentir la responsabilidad «paterna» para que la Palabra de Dios nazca en el corazón de los que escuchan, estos últimos son invitados a vivir como hijos del Evangelio. El orgullo no deja de insinuar en el corazón el abandono de la filiación, pensando que el crecimiento en la vida espiritual corresponde a un camino hacia una especie de orgullosa autosuficiencia. En realidad es exactamente lo contrario: el discípulo crece interiormente en la medida en la que crece en la conciencia de su filiación. Por eso Ciprián de Cartago dijo: «No se puede tener a Dios por padre si no se tiene a la Iglesia por madre». En la filiación a la Iglesia los discípulos encuentran su «poder», su fuerza.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.