ORACIÓN CADA DÍA

Todos los Santos
Palabra de dios todos los dias

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Recuerdo de todos los santos, cuyos nombres están escritos en el cielo. En comunión con ellos nos dirigimos al Señor reconociéndonos hijos suyos. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Todos los Santos
Viernes 1 de noviembre

Homilía

En la fiesta de todos los santos la Iglesia recuerda a la innumerable muchedumbre de los santos comunes, es decir, todos aquellos que se han acercado con confianza a la misericordia de Dios y han sido acogidos en Su casa. No son los héroes de la espiritualidad o los grandes espíritus que han iluminado la escena de este mundo, personas a las que se puede admirar pero no imitar. No, los santos son hombres y mujeres comunes; son aquellos discípulos que han intentado escuchar el Evangelio y muchas otras personas de buena voluntad –también no creyentes– que han intentado amar a todos y especialmente a los pobres y a los débiles. El Apocalipsis nos muestra una escena increíble: «Miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos». Nadie, independientemente de su pueblo, cultura o fe, queda excluido de esta comunión, basta solo con quererla, desearla e intentar alcanzarla. Esta muchedumbre está formada por los «hijos de Dios»: es la familia de los santos. Y los santos que forman parte de esta familia no son solo hombres «importantes» y valerosos, sino todos aquellos que han sido llamados por Dios y que han contestado a su llamamiento. En primer lugar se trata de los débiles, de los enfermos, de los necesitados, de los pobres, porque «de ellos es el Reino del Cielo», dice Jesús. Y luego todos aquellos que han escuchado y seguido la palabra del Evangelio. La santidad, pues, no empieza después de la muerte, sino ya ahora, desde que entramos a formar parte de la familia Dei, desde que somos «separados» (pues eso significa «santo») de un destino de soledad y de angustia, desde que somos «separados» de la vida triste de este mundo y somos partícipes de la comunidad de creyentes. Juan, en su primera carta, lo dice claramente: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos». La santidad es el compromiso decisivo de la vida de todo creyente; el horizonte en el que inscribir nuestros pensamientos, acciones, decisiones y proyectos, tanto personales como colectivos. Lo único realmente importante es llegar a ser santo. Y no es algo intimista, casi privado, fuera de la concreción de la vida de cada día. Igualmente, ser hijos de Dios y miembros de su familia que es la Iglesia tampoco es un paréntesis de la vida. Para salvar esta pertenencia al Señor y a su familia, muchos –y no solo personas de espíritu elevado– han derramado su sangre. No hay más que pensar en los millones de mártires desconocidos de este último siglo que, por no abandonar la fe y la Iglesia, «resistieron hasta la sangre». La santidad es realmente la energía que cambia nuestra vida y que cambia también el mundo. ¿Qué es, pues, la santidad? Es vivir siguiendo las bienaventuranzas. Sí, las bienaventuranzas ayudan a los hombres a salir de la situación de tristeza en la que están ellos y nuestro mundo. La concepción de la felicidad evangélica, inversa a la concepción dominante, es una indicación preciosa. Es cierto que podemos preguntarnos: ¿Cómo puede alguien ser feliz, estar alegre, si es pobre, si está afligido, si es humilde y misericordioso? Si miramos con atención las causas de amargura de la vida las descubrimos en la insaciabilidad, en la arrogancia, en la prevaricación, en el odio, en la indiferencia, en todo lo que es contrario a las bienaventuranzas. La santidad no es, pues, un camino extraordinario, reservado para tiempos difíciles y para personas especiales. La santidad es el camino cotidiano de hombres y mujeres que escuchan el Evangelio, lo guardan en su corazón intentando ponerlo en práctica cada día. No es santo aquel que nunca peca. No es santo aquel que piensa que es justo. Es santo quien busca amor, quien invoca la misericordia, quien tiene hambre de Evangelio, quien trabaja para la solidaridad y la paz, es santo el pecador que se arrodilla ante el Señor y llora por su pecado. Por eso todos, realmente todos, podemos ser santos. Nosotros, pecadores, somos santos cuando nos acercamos al altar y con humildad pedimos perdón al Señor. Él nos dirige de inmediato su palabra y nos prepara el banquete del amor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.