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Fiesta del Bautismo del Señor Leer más

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Domingo 12 de enero

Homilía

La fiesta del bautismo de Jesús continúa la serie de las manifestaciones del Señor. El 25 de diciembre Jesús se manifestó a María, a José y a los pastores; el 6 de enero a los magos; y hoy, a orillas del Jordán, a Juan Bautista y al pueblo de Israel. Jesús tiene ya treinta años, y escribe el Evangelio Mateo “que viene de Galilea al Jordán, a donde Juan, para ser bautizado por él”. Esta fiesta del bautismo de Jesús nos recuerda nuestro bautismo. La mayoría de nosotros lo recibió de pequeños, cuando todavía no éramos capaces ni de hablar ni de comprender. Sabemos que en el principio de la Iglesia se administraba únicamente a los adultos, y sólo posteriormente ha prevalecido la costumbre de bautizar a los niños recién nacidos. En estos últimos tiempos se ha discutido sobre si no era más oportuno volver a recibir el bautismo en edad adulta para ser conscientes de la decisión que se estaba tomando. En realidad, al menos en Occidente, ha permanecido la costumbre de bautizar a los niños en los días o en los meses después del nacimiento. En realidad hay una razón de fondo que hace secundaria la cuestión de la edad. En efecto, el Bautismo es ante todo un don que se nos concede y que precede a nuestra decisión. Por tanto, tanto para adultos como para niños recién nacidos, en un cierto sentido el Bautismo no depende de nosotros sino que es una gracia concedida por Dios. Él nos acoge en su familia. No se entra en la familia de Dios por decisión propia, somos acogidos. Por esto nunca es posible autobautizarse. Siempre se recibe el bautismo de otro. Ha sido así incluso para Jesús. Necesitó a Juan para bautizarse. Y cuando el Bautista replicaba diciendo: "Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?", tuvo igualmente que hacerlo. Y Jesús, como todos, se sumergió en el Jordán y recibió el Bautismo.
Pues bien, recibir el bautismo de niños muestra con claridad extrema que se trata de una gracia, de un don que no depende en lo más mínimo de nosotros. Es el Señor quien nos escoge, antes de que nosotros le escojamos a él. Él nos ama no por nuestros méritos, no por nuestras obras, no por las pequeñas o grandes realizaciones que podemos presentar y de las que podemos vanagloriarnos. No, la familia de Dios no es meritocrática, no sigue las leyes de este mundo donde se vale por las obras que se hacen, por lo que se produce o por lo que se realiza. En la familia del Señor se vale sólo porque Dios nos ama. Cuando de niños nos llevaron a las fuentes bautismales no teníamos nada, quizás sólo un poco de llanto. Pero Dios nos ha escogido y amado desde la fundación del mundo; mucho antes de que nosotros nos diéramos cuenta. Y el amor de Dios por nosotros -un amor gratuito, que no depende ni siquiera de nuestra respuesta- no termina nunca. Es eterno. Nosotros podemos alejarnos de él, olvidarnos de él, incluso ofenderlo. Dios no se olvidará nunca de nosotros. He aquí por qué el bautismo no se puede repetir; es una palabra de amor eterno de Dios sobre nosotros.
Por ello es Bautismo es un acto de gran libertad: nos libera de la esclavitud de ser necesariamente capaces, de tener que presentar obras a la fuerza, de tener que mostrar cualidades especiales, de tener que exhibir realizaciones. El Bautismo nos libra de todo esto, es más, nos da la libertad de ser hijos. Cuando uno es hijo, lo es para siempre. Dios no lo olvida: nosotros somos suyos para siempre; ungidos con el aceite hemos recibido el sello de Dios sobre la frente y en el alma. "Aunque tu padre o tu madre se olvidaran, Yo, dice el Señor, nunca te olvidaré". Somos nosotros los que hemos olvidado esta verdad fundamental de la vida cristiana. Hoy, la Santa Liturgia nos la recuerda, para que podamos alegrarnos de este gran amor gratuito de Dios hacia nosotros. Debemos volver a nuestro Bautismo, recordar este primer paso de nuestra vida, y dar las gracias al Señor por habernos amado y acogido. Sí, sobre todo dar las gracias. Estar aquí, en la casa de Dios, es un don. Pero si es un don, es claro que nuestro primer sentimiento no puede ser más que el del reconocimiento y el agradecimiento. Y la Eucaristía que celebramos es precisamente la acción de gracias al Señor por habernos escogido y amado. Desgraciadamente la mentalidad de este mundo, del que somos y nos sentimos hijos quizá más de cuanto nos sentimos hijos de Dios, nos empuja a olvidar el reconocimiento hacia el Señor. Este olvido nos hace más tristes, porque no nos deja gozar de la gran libertad que se nos ha dado; la libertad de la esclavitud de nosotros mismos y de este mundo; la libertad de permanecer siendo niños en el corazón, es decir, dependientes del Evangelio y del amor; la libertad de poder ser generosos, la libertad de no sentirnos nunca huérfanos, la libertad de la arrogancia, del odio, del amor por nosotros mismos. En este tiempo en el que hemos celebrado el nacimiento de Jesús, se nos ha pedido renacer, volver a ser niños, sentirnos hijos de Dios. Hoy, los cielos que se abrieron a orillas del Jordán se abren también para nosotros, para que podamos escuchar que nos dicen: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”. Sí, el Señor se complace de nosotros, a pesar de nuestra miseria y nuestro pecado. Hoy, a todos nosotros que hemos vuelto como niños a la fuente bautismal, no se nos piden ni obras ni realizaciones, tan sólo un corazón que sepa decir al Señor: "Te quiero".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.