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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo
Domingo 19 de octubre

Homilía

“Lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios." Estas palabras suelen interpretarse indefectiblemente como una separación entre Estado e Iglesia. Y sin duda es posible que así sea. No obstante, el texto nos recuerda una verdad más profunda sobre el hombre. La escena evangélica presenta una reunión de fariseos que quieren tender una trampa a Jesús preguntándole si es lícito o no pagar el tributo al César, el odiado emperador romano. Se trataba de una pregunta malintencionada, porque si Jesús contestaba que no había que pagar se pondría en contra de los romanos, mientras que si hacía lo contrario se opondría a las legítimas aspiraciones de liberación del pueblo. Para llevar a Jesús hacia el resbaloso derrotero de la pregunta, los fariseos y los herodianos se presentan con palabras aduladoras. Elogian que aborde los problemas y les dé respuesta de manera franca: "Sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas". Son halagos verdaderos, pero envenenados porque nacen de corazones envidiosos y malvados. Jesús, "conociendo su malicia" –comenta el evangelista–, esquiva la insidiosa emboscada pasando la cuestión del plano teológico (la legitimidad del pago de los tributos) al práctico.
Pide que le muestren una "moneda del tributo", la moneda de Roma de uso corriente en todo el Imperio. Jesús pregunta de quién son la imagen y la inscripción que figuran en la moneda. Le contestan: "Del César". Y Jesús: “Lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios." La respuesta desconcierta a quienes le escuchan. Todos tienen claro lo que pertenece al César: solo aquella moneda de Roma en la que está grabada su "imagen". La moneda, pues, hay que devolverla a su propietario. El Evangelio no va más allá, en este campo. No hay ninguna incompatibilidad entre las exigencias de la vida civil y los deberes religiosos que se producen entre el hombre y Dios. Y pagar el tributo no comprometía en absoluto la sujeción de los judíos a la autoridad de Dios. Además, Jesús no quiso insinuar que el César tuviera un poder autónomo e independiente del poder de Dios. La cuestión que de ello se deriva es aplastante: si la moneda pertenece al César y hay que devolvérsela a él, ¿qué pertenece a Dios y a Él hay que devolver?
El término "imagen", que Jesús utiliza para la moneda, recuerda sin duda la frase bíblica que abre las Escrituras: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó" (Gn 1,27). El hombre, incluso el más culpable, está marcado radicalmente por una presencia divina. Hay, pues, una "santidad" que todo hombre tiene no por su mérito sino por un don. Cada hombre –independientemente de su situación, su cultura o su cualidad moral– ha sido creado a imagen de Dios. En todo caso hay que añadir que la imagen de Dios en el hombre es todavía más evidente cuando se mantienen juntos el hombre y la mujer. A menudo esta imagen –incluida la imagen del matrimonio que une al hombre y la mujer– es desfigurada, ultrajada, humillada, resquebrajada por culpas personales o por obra de otros. Pero desfigurándonos a nosotros mismos, o a los demás, desfiguramos la imagen de Dios que hay en nosotros. Jesús nos exhorta a devolver a Dios lo que le pertenece: cada hombre y cada mujer pertenecen a Dios. Nadie puede dominar a los demás, nadie puede someter a los demás, nadie es señor de la vida del otro. Ni siquiera cada uno es amo de sí mismo. Esta verdad es la verdadera contradicción en la que está cayendo una amplia cultura individualista que lleva a "librarse" incluso de Dios. La verdad de todo ser humano consiste en que, ante todo, es hijo de Dios. Y que pertenece a Dios. Esa es la raíz de la libertad y de la dignidad de la persona, que hay que defender, cuidar y dar a cada persona. Se trata de hacer emerger cada vez con mayor claridad la huella de Dios que está grabada en lo más profundo del ser humano. Los discípulos de Jesús deben hacer que en cada hombre brille aquel icono de Dios que fue grabado en su corazón.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.