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Liturgia del domingo
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II de Pascua
Las Iglesias Ortodoxas celebran hoy la Pascua. Domingo de la “Divina Misericoridia”
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de abril

Homilía

Es “el atardecer de aquel día, el primero de la semana”. Es el domingo, el día de la resurrección, en el que pasamos de la muerte a la vida, del amor por nosotros mismos al amor por los demás, del pecado al perdón, de la aridez del corazón a los sentimientos del amor. Necesitamos pararnos; escuchar; dejarnos guiar; no estar nosotros en el centro; mirarle a él, en lugar de estudiarnos siempre; pedir y encontrar perdón; hacer silencio, rezar y aprender a rezar; alimentarnos de su pan de amor concreto y gratuito, que no se compra. Es el momento de disfrutar de los hermanos y de las hermanas que se vuelven a encontrar. Cuidemos el domingo. Vivámoslo con alegría, enriquezcámoslo con nuestro corazón, defendámoslo de nuestros afanes. El domingo realiza hoy lo que está escrito de la primera comunidad cristiana: tenían “un solo corazón y una sola alma”. El cristiano no puede ser un individualista; su vida tiene sentido solo si está unida a los demás. Tener “un solo corazón”, ¿quita quizá algo del nuestro? ¿Nos limita? ¿Por qué la realización de nuestra vida debe ser la afirmación de uno mismo? ¡No sigamos ciegamente la ley triste del individualismo, que nos hace desconfiados, poco capaces de vivir con los demás y nos deja en la búsqueda desesperada de amistad! El amor une, lleva a nuestro yo a su plenitud, pero no sin los demás o, peor aún, contra los demás, sino junto a todos. El domingo es el comienzo de aquel día en el que el amor no conocerá ocaso, día en el que tendremos un solo corazón y una sola alma porque sabremos amarnos mucho, en verdad mucho y siempre, porque finalmente nos dejaremos amar plenamente por Dios. Aquel día comienza hoy.
Los discípulos tenían miedo y cierran las puertas. Piensan encontrar paz y seguridad levantando barreras, protegiéndose, encerrándose. Todos lo hacemos ante el mal, ante el peligro. Pero esto no es paz, al contrario, cerrar las puertas aumenta el miedo y convierte al otro en un enemigo con facilidad. Las primeras palabras de Jesús a los suyos son: “La paz con vosotros”. Jesús es la paz: pone paz entre cielo y tierra; da la paz del corazón; libera del miedo y del demonio de la enemistad, reconcilia. Jesús la da a cada uno y a todos juntos: “La paz con vosotros”. “La paz os dejo, mi paz os doy”, había dicho, como recitamos antes de intercambiárnosla. La paz la recibimos y debemos vivirla con los demás, gastarla por quien no la tiene, comunicarla para no perderla. Abramos las puertas del corazón y aprendamos el arte del encuentro y del vivir juntos. “Como el Padre me envió, también yo os envío”, sigue diciéndonos el Señor. Lo que recibimos debemos comunicarlo de corazón a corazón en un mundo tan marcado por el miedo.
Jesús vuelve a comunicarnos la paz pero Tomás, que ha oído el anuncio de la resurrección de apóstoles alegres por lo que han visto y oído, está convencido de que se trata solo de un discurso, bonito pero inútil; y les responde con su escepticismo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. Es el credo de un hombre no malo, al contrario, generoso. Es el credo de muchas personas que son más egocéntricas que racionalistas, prisioneras de sus convicciones y de sus sensaciones. Es el credo de quien piensa que es verdadero solo lo que se toca, aunque sea falso, o de quien cree que es falso lo que no se logra tocar, aunque sepa que es verdadero. En resumen, es el “no creo” de un mundo de egocéntricos, que fácilmente se convierte en un mundo perezoso, injusto y violento. El egocentrismo lleva siempre a ser incrédulos, porque uno se queda preso de sus propias sensaciones, de lo que se ve y de lo que se toca. No se confía en ninguna otra cosa.
Sin embargo, Jesús acepta el desafío de Tomás. Al domingo siguiente, son nuestros domingos, vuelve de nuevo en medio de los discípulos. Esta vez está también Tomás. Jesús entra una vez más, a puertas cerradas, y se dirige enseguida a Tomás invitándole a tocar sus heridas con las manos; y añade: “No seas incrédulo sino creyente”. El evangelista parece sugerir que Tomás en realidad no ha tocado después las heridas de Jesús tal y como pide. Le bastan aquellas palabras. Estas le atrapan en su verdad de incrédulo, como sucede en el pozo de Jacob cuando Jesús, con sus palabras, desveló a la samaritana la verdad de su vida. La Palabra del Señor, el Evangelio, destruye la presunción, el orgullo y la confianza desmesurada que tiene, por ejemplo, Tomás en sí mismo y con él también nosotros. Hoy el Evangelio nos pide que nos humillemos un poco, que miremos más allá de nosotros mismos. Sí, junto a Tomás, debemos arrodillarnos delante del resucitado y exclamar: “Señor mío y Dios mío”.
Jesús no propone una lección o un razonamiento a Tomás incrédulo: le muestra los signos que el mal ha dejado en su cuerpo, para que se conmueva por sus heridas y por las de sus hermanos más pequeños. Somos creyentes cuando nos conmovemos, cuando reconocemos y confiamos en la energía de la resurrección y del amor que viene del Evangelio, energía que cura y libera del mal, de la división, de la soledad, de la amargura, de la enemistad, de ser extraños, del abandono, del odio, de la enfermedad. Dichosos no son los que tienen todo claro, que no se equivocan nunca, que no tienen dudas. Dichosos son los que, a pesar de los miedos, la resignación y la incertidumbre, creen en la fuerza del Evangelio y del amor que nace de la palabra. ¡Qué necesidad hay de hombres y mujeres creyentes, que vayan más allá de los análisis, que no se conviertan en esclavos de la realidad, sino que la amen y la cambien, se conmuevan ante las heridas del mal y busquen la resurrección! ¡Señor yo creo, ayuda mi poca fe! ¡Señor mío y Dios mío! ¡Abramos las puertas del corazón! Cristo ha resucitado y no morirá jamás. Aleluya

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.