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Liturgia del domingo
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Recuerdo de Zacarías y de Isabel, que en su vejez concibió a Juan el Bautista.
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Liturgia del domingo
Domingo 5 de noviembre

Homilía

El Evangelio que hemos escuchado reproduce un pasaje del último discurso público de Jesús antes de su pasión. Es una durísima reprimenda contra los representantes oficiales del judaísmo, «escribas y fariseos», a los que Jesús consideraba responsables de corromper al pueblo y de alejarlo del recto camino. Eran los falsos pastores que denunciaban los profetas. Malaquías, hablando a los jefes religiosos de su tiempo, decía: «Vosotros os habéis extraviado del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la Ley» (2,8). Jesús quería desenmascarar su pretensión de ser «pastores», mientras que en realidad, engañaban al pueblo. Por eso había que destituirlos. Jesús, acusando a los fariseos de ser falsos pastores, se erigía en el verdadero pastor. El choque era inevitable, y el pasaje del Evangelio de hoy relata el momento final. Se podría decir que con discursos de este tipo Jesús iba labrándose su muerte.
«Y eso lo decías justo en la ciudad santa el miércoles santo. ¡No, no podías evitar que te mataran! ¿Será siempre tan difícil anunciar el Evangelio, Señor? ¡Señor, ayuda a los profetas!» Así comentaba el padre Turoldo el pasaje del Evangelio que hemos escuchado. Jesús estaba en el templo, donde se organizaban cuatro sinagogas para escuchar la ley; los expertos leían los textos y luego los explicaban. En la sinagoga había una silla especial para quien explicaba las Escrituras, silla denominada «cátedra de Moisés», para indicar que Moisés estaba presente en aquel que explicaba la ley. La primera afirmación de Jesús es, precisamente, sobre esa cátedra, que ocupaban los expertos de tendencia farisea. Cuando estos explican la Escritura, asevera Jesús, su doctrina es correcta y hay que seguirla, pero su comportamiento es otra cosa. A ese respecto no hay que seguirles. Jesús estigmatiza la distancia entre los principios que dictan y la vida que llevan, empezando por criticar su costumbre de ensanchar las filacterias (unos pequeños estuches que contienen rollos de pergamino con pasajes bíblicos y que se atan al brazo izquierdo y en la frente). Su origen está cargado de significado: la Palabra de Dios debe ser recordada (la que está en la frente) y puesta en práctica (la que está en el brazo). Pero todo eso se había convertido en algo puramente exterior.
Jesús evoca luego el gesto de «alargar las orlas del manto», unas pequeñas trenzas de tela con un cordón que se colocaban en los cuatro ángulos de las vestiduras externas. «Cuando las veáis, os acordaréis de todos los preceptos del Señor. Así los cumpliréis y no seguiréis los caprichos de vuestros corazones y de vuestros ojos, siguiendo a los cuales os prostituís», está escrito en el libro de los Números (15,39). Jesús también las llevaba, y quizás iba hacia la sinagoga cuando la hemorroísa se propuso «tocar sus vestidos» (Mc 5,27-28). No es suficiente «alargar las orlas» si no se ponen en práctica los mandamientos. Por último, Jesús polemiza con los «títulos» que escribas y sacerdotes exigían al pueblo. Entre estos, Jesús subraya el más conocido: «rabbí», es decir, «mi maestro» (que luego evolucionó hasta nuestro «rabino»). Jesús no niega la misión de enseñar, al contrario, la exige, pero debe consistir en transmitir la Palabra de Dios y no la de cada uno. Todos los creyentes están sometidos al Evangelio, y es esa la Palabra que debemos anunciar y vivir siempre. Ella es nuestra única riqueza. Y si tenemos una sola Palabra, también tenemos un solo Padre, el del cielo. Solo a él le debemos obediencia. La tentación de tener muchas palabras por decir y la tentación de someterse a muchos pequeños señores son fuertes en la vida de cada uno. El Evangelio nos recuerda que uno solo es el «Maestro» y uno solo es el «padre». A él le debemos la vida y la salvación.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.