El desafío del ecumenismo: paz y unidad en tiempos de guerra y división

Artículo de Andrea Riccardi

La historia de nuestro siglo global no ha sido, por así decirlo, ecuménica: no hay más que pensar en la teoría del choque de civilizaciones, en la que la religión tiene un gran peso, que parece que confirmaron los trágicos ataques del 11 de septiembre de 2001; o en la rehabilitación de la guerra como herramienta para resolver los conflictos, tras la desaparición de muchos testigos del horror de la Shoá (Holocausto) y la Segunda Guerra Mundial, que nos recordaban el horror de la guerra. El nuestro no es un presente pacífico. Al contrario, proyecta muros antiguos, viejas pasiones nacionalistas, en el escenario de un mundo unificado en la economía y las comunicaciones, con la posibilidad de utilizar armas destructivas y sofisticadas y una red de información que transmite odio y prejuicio.
Esta historia también ha repercutido en las relaciones entre los cristianos, porque son parte de la historia y no están ajenos a ella, al igual que la Iglesia. La búsqueda de la unidad de los cristianos no es una moda ni una deuda pagada a un espíritu cosmopolita políticamente correcto, sino que responde a un importante mandamiento del Señor, que hemos ignorado durante demasiado tiempo, mientras predicábamos la observancia de muchos otros mandamientos.
A veces pienso en las palabras de Jesús: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del aneto y del comino, y habéis descuidado lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe!» (Mt 23, 23). No porque tengamos una idea utópica de unidad, sino porque debemos vivir las diferencias y también los enfrentamientos en el marco de la paz y la unidad que el Señor dejó a sus discípulos. Las divisiones se curan empezando a caminar inmediatamente en la dirección que el Maestro le indica al funcionario real que le pide por su hijo: «Vete, que tu hijo vive.» Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino».
Desatender la alusión a la unidad ha hecho que, a lo largo de los siglos, el cristiano deje de ser el fruto de la unidad con la sacralización de la división. Hoy, con la atenuación de la unidad como característica fundamental del cristianismo, la división no es un escándalo: legitima aquel movimiento neoevangélico o neopentecostal (más de 500 millones de personas), que a menudo, especialmente en algunos países, sigue el carácter fragmentario y competitivo del mercado de las religiones. Por otra parte, en la misma Iglesia católica, actualmente hay una polarización impresionante, casi como quienes viven separados en casa, especialmente en algunos países.
Es el proceso de fragmentación de nuestro mundo, que lo redirige todo hacia el yo, aquel cambio climático cultural contemporáneo –afirma el rabino Sacks– que ha llevado de «nosotros» a una sociedad «hecha a medida del yo». La falta de unidad nos lleva al tema de la paz: las divisiones cristianas están relacionadas con las que existen entre los pueblos. Sin embargo, no podemos permitir que nos superen los procesos divisivos. La búsqueda no es una oportunidad, sino ananké, destino, voluntad del Señor.
En las Iglesias hay semillas de unidad en todas las latitudes. Lo veo en muchos encuentros. Hoy los cristianos de distintas confesiones hablamos como hermanos. A veces, las semillas florecen en eventos que sugieren visiones. Recuerdo el encuentro en Asís que impulsó Juan Pablo II. El icono de Asís de 1986 contiene ideas simples pero básicas para las relaciones ecuménicas, el diálogo interreligioso y la contribución de las religiones a la paz. El diálogo interreligioso tiene en la paz y en la dimensión de la oración un fuerte anclaje que lo libra del peligro de imitar el ecuménico. Por otro lado, precisamente en la imagen de Asís, llena de significado teológico pero poco explorada, se ve que el diálogo interreligioso divide muy poco a los cristianos. «¡Qué poco divide a los cristianos!», me dijo una mujer en Asís cuando los vio entre budistas, judíos y musulmanes. Los cristianos, divididos, ante un mundo pluralista. Es lo que ocurre con los cristianos de Oriente Medio, que tienen en frente a un islam mayoritario. ¡Qué poco los divide y cuánto los une!
La Comunidad de Sant'Egidio quiso que el camino de Asís prosiguiera. Cada año hace parada en varias ciudades del mundo con una oración común y, a su alrededor, un denso encuentro de diálogo. No olvido el encuentro de Bari de 1990, «Un mar de paz entre Oriente y Occidente», tras la invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein. Y quisiera recordar un encuentro que impulsó Sant'Egidio en Bucarest en 1998. Entre otras cosas, fue un encuentro panortodoxo de alto perfil con patriarcas y primados, en el contexto del encuentro entre cristianos y otras religiones, como subrayó el patriarca Hazim. Flotaba en el ambiente del encuentro la herida de la historia entre ortodoxos y grecocatólicos en Rumanía y del debate sobre la devolución de las iglesias, que pasaron a manos del patriarcado durante el régimen comunista. No fue una negociación, sino un encuentro en presencia del pueblo.
Desde el primer día, cuando el Patriarca Teoctist presenció la liturgia latina, vimos que se pasaba de una asistencia ritual a una asistencia partícipe. El pueblo hizo su parte, porque manifestó claramente su deseo de que se llegara a un acuerdo. Se vio con el entusiasta recibimiento que brindaron a los gestos de acuerdo, especialmente en el acto interreligioso final, que contó con la presencia de varios miles de personas. El Pueblo de Dios fue protagonista de aquel proceso de acercamiento. El patriarca Atenágoras decía: «Los teólogos tienen algo que decir. Pero también el pueblo tiene algo que decir. El instinto del pueblo de Dios tiene algo profundamente acertado». El encuentro de Bucarest abrió las puertas a la visita de Juan Pablo II a Rumanía en 1999, la primera a un país ortodoxo. Recuerdo el sueño de Wojtyla de poder hacer la comunión en la liturgia ortodoxa con aquel instinto espiritual que tenía, y también recuerdo que el pueblo, después de la liturgia, gritaba: «¡Unidad, unidad!».
El espíritu de Asís es una visión del mundo global, una visión casi de la globalización del espíritu a través de la dimensión de la oración y del diálogo, una visión por la que podemos trabajar en nuestro presente no ecuménico. No puedo olvidar, en un tiempo de fracturas, la oración que el papa Francisco impulsó en 2018 de Bari con los primados cristianos de Oriente Medio. Tenía lugar tras la impresionante peregrinación de las reliquias de san Nicolás en Rusia en 2017, en la que más de dos millones de rusos desfilaron para venerarlas. Participé en el encuentro de Bari y recuerdo la pasión del papa Francisco, con un debate en torno a una mesa en la basílica de San Nicolás, un acontecimiento del primer milenio. Fue un gran signo de esperanza que me lleva a hablar del espíritu de Bari, un espíritu que lamentablemente no ha tenido mucho eco en estos difíciles tiempos, pero es un signo sobre el que hay que meditar y por el que hay que trabajar.

En estos momentos, tal vez hay que multiplicar la audacia de los sujetos eclesiales que emprenden un camino ecuménico a partir del mandamiento del Señor. Para ello, hay que favorecer el renacer de la pasión por el encuentro, la convicción de que cuando rezamos juntos, fracasan los planes del divisor, como dijo Ignacio de Antioquía. Iglesias locales, individuos, realidades eclesiales... todos debemos volver a sentir el escándalo de la división y la necesidad de trabajar para unir. Nuestro mundo que se fragmenta necesita una profecía de unidad, que es una visión alternativa a las relaciones de fuerza, de poder y de intereses económicos: así es el amor y la fraternidad entre los cristianos, que habitan y acercan a los pueblos. La fraternidad entre las Iglesias debe crear una historia, un clima, una realidad, aquella «civilización ecuménica» de la que habla el patriarca Bartolomé, es decir, la civilización de la convivencia.
El cardenal König, que superó el muro del mundo comunista y vivió el acercamiento entre las Iglesias, tras la clausura del Concilio, hablaba del ecumenismo como uno de los principales acontecimientos del Concilio Vaticano II: «aquí se veía claramente la acción del Espíritu. De todo ello, sacamos la conclusión de que los problemas aparentemente irresolubles encuentran una vía de salida cuando se afrontan con confianza, con recta intención y confiando ilimitadamente en la voluntad de Dios... Porque para Dios no hay nada imposible».
Es la fuente del Concilio de la que debemos beber con sabiduría e ingenuo entusiasmo para creer en lo imposible: vivir la paz y la unidad, incluso en tiempos de división y guerra, creyendo que nadie nos la podrá quitar. 

Artículo de Andrea Riccardi en Avvenire, 1 de diciembre de 2022

[Traducción de la redacción]