Andrea Riccardi: «Es necesario decir que el pueblo palestino es rehén de Hamás»

Andrea Riccardi: «Es necesario decir que el pueblo palestino es rehén de Hamás»

Es una de las voces más autorizadas en el mundo como conocedor de las causas y consecuencias de muchos de los conflictos. En Roma, conversa con ECCLESIA sobre Israel y Palestina, sobre Ucrania y sobre lo fácil que es empezar una guerra, pero lo difícil que es luego terminarla

 

El pasado 16 de octubre, usted participó, junto a distintas autoridades como el presidente italiano, Sergio Mattarella, en la conmemoración de la redada en el barrio judío de Roma que se saldó con la detención de 1.259 personas, en su mayoría hebreos. Más de 1.023 fueron enviados a Auschwitz, de donde solo 16 regresaron con vida. Se han cumplido 80 años de aquel fatídico 16 de octubre de 1943, precisamente, en un momento especialmente convulso para el mundo judío. Imagino que este año la conmemoración habrá sido algo distinta.
Este recuerdo del 16 de octubre es muy importante, porque no es una mera ceremonia, sino que es un recuerdo que nace del pueblo y que se repite cada año, incluso con la presencia de nuevos europeos, es decir, de extranjeros. No podemos hacer memoria de todo, pero el 16 de octubre hay que recordarlo porque es un punto de no retorno tanto para la comunidad judía como para todos nosotros. Evidentemente, en la jornada de este año todos pensamos en la agresión de Hamás contra Israel y en la escalada en el conflicto. Este ataque de Hamás a Israel ha sido una masacre de personas indefensas e inocentes, víctimas solo porque eran judíos… Hamás ya había previsto la reacción de Israel cuando lo perpetró. Es necesario decir que el pueblo palestino es rehén de Hamás.

Yo diría que estamos en un tiempo de reconsiderar lo que es la guerra. Pensemos en Ucrania, una invasión que es hija de la guerra en Siria, donde los rusos testaron su fuerza militar. Se emprenden guerras para hacer valer los propios intereses y se convierte en una cadena que nunca termina. Pienso ahora, por ejemplo, en Sudán.

Parece más necesario que nunca el grito de la paz, que es el título de su último libro publicado hace pocos meses. Quién hubiera imaginado una escalada de violencia así en la tierra del Príncipe de la Paz.
Sí, esta situación no podría haberse imaginado, tanto es así que ni siquiera los israelíes la imaginaron. Pero no debemos olvidar que nos encontramos ante el caso de un conflicto eternizado. Por eso, debido a que los conflictos se eternizan cada vez más, no terminan en paz, no terminan con vencedores y vencidos. Los conflictos se enquistan y no se resuelven. Es lo que temo que suceda en Ucrania. Siempre estallarán conflictos si los dejamos abiertos y no llegamos a la paz, a acuerdos basados en la convivencia.

Pero los conflictos también se resuelven. La Comunidad de Sant ‘Egidio tiene experiencia de ello.
Los conflictos se pueden resolver, pero, lamentablemente, no siempre se resuelven y muchas veces no se quieren resolver, ni mucho menos hacerlo mediante la negociación. La generación que vivió la guerra ha desaparecido, los testigos del Holocausto han desaparecido… Hoy en día, se toma con mucha facilidad el camino de la guerra. Y esto es un drama. Me parece que la guerra se concibe en nuestro tiempo como si fuera un juego. Por eso escribí mi libro El grito de la paz, porque considero que estamos en un punto de inflexión.

De inflexión, ¿en qué sentido?
En un sentido muy preocupante por la multiplicación de los conflictos. Te daré solo un ejemplo: la cuestión de Nagorno-Karabaj. La situación se ha resuelto por la fuerza, sin ningún tipo de negociación. Esto es alarmante. ¿Con qué nos despertaremos mañana? ¿Kosovo? ¿Serbia? Espero que no. Porque, en este contexto, las Naciones Unidas, que deberían ser la máxima instancia promotora de paz, se presentan impotentes.

¿Será que los poderosos se han olvidado de hablar el lenguaje de la diplomacia, de la reconciliación?
Creo que se ha invertido mucho en armas, en guerra, y se ha invertido poco en diplomacia. Esta es la realidad y es muy grave porque ya no se habla, ya no se estima que los problemas puedan resolverse mediante la negociación. De modo que, sí, las clases dominantes del mundo han invertido poco en diplomacia. Lo digo de forma general en un contexto en el que la cultura de paz está en crisis, así como la diplomacia como su instrumento. En términos diplomáticos, para negociar tiene que haber al menos dos partes, pero si hay una que no quiere… En un mundo tan lleno de armas, tan conflictivo, con identidades tan opuestas, debe regresar el tiempo de la diplomacia.

Porque de lo contrario…
Porque de lo contrario nos precipitaremos siempre en una guerra mayor.

¿Cómo será la última guerra, dado el tipo de armamento del que disponen las naciones?
Quién sabe.

¿Por qué se identifica el diálogo o el deseo de paz con la debilidad o con una posición inferior?
Tienes razón. El diálogo, el deseo de paz o simplemente hablar de paz, se identifica muchas veces con debilidad. Desde mi punto de vista, quien propone la paz es, en realidad, el fuerte. Creo que hoy la paz es la paz de los fuertes. De personas convencidas de que un país no puede ser destruido, de que hay que salvar vidas humanas, de que hay que salvaguardar aquello que significa futuro. Y esto no es debilidad. Considero que es fácil embarcarse en una guerra, precisamente, porque la política y la diplomacia, como parte de ella, están en crisis.

¿En nuestras sociedades europeas nos hemos olvidado demasiado pronto de lo que significa la falta de paz?
Sí, hemos olvidado qué es la paz. Porque los europeos —los italianos, los españoles…—, llevamos demasiado tiempo sin tocar la guerra. La gente no sabe qué es la guerra. Hablamos de guerra limpia, de guerra tecnológica, la vemos por televisión, pero hemos olvidado el horror de la guerra. Como dice el Papa, hay que tocar el cuerpo de las víctimas y el cuerpo de los refugiados. Como escribió un soldado de infantería italiano a su familia en 1918: «Se llama guerra porque terminas bajo la tierra».

¿Vivimos una época de miedos, sobre todo, al otro?
El mundo global nos ha acercado. Ya no existe un mundo homogéneo, sino que tenemos un mundo en el que se mezclan religiones y costumbres, pero no ha nacido de ello un tiempo cosmopolita, sino un tiempo de miedos. Pero los miedos se pueden afrontar y se pueden resolver. No debemos pasar por alto los miedos de los demás o despreciarlos, pero hay que ser sensato con los miedos. Por eso, hay que repensar qué significa sentirse seguro. Muchas veces creemos que el enfrentamiento, el odio al enemigo o los muros, significan seguridad y, en realidad, son solo proyecciones del miedo.

Si pensamos en los últimos años y en cómo se han multiplicado las guerras, ¿qué podemos hacer con la impotencia que siente el ciudadano común y corriente que ve cómo cada vez hay más focos de conflicto a su pesar?
Nadie es impotente. Debemos movilizar a la opinión pública, llevar a cabo iniciativas. Debemos informarnos y podemos rezar. Lamentablemente, sentirse impotente genera indiferencia y la indiferencia supone el abandono de quienes padecen las guerras.

Por tanto, no basta con sentir pena por los refugiados, los pobres o las víctimas de guerra.
La compasión es un hecho fundamental que promueve la memoria, la acción y la información.

Sobre la acción. Una de las acciones más virtuosas y exitosas de la Comunidad de Sant’Egidio en los últimos años son los corredores humanitarios. Suponen vías seguras para la inmigración que, además, son completamente legales. De hecho, se implica a las autoridades del país receptor, que cuenta con toda la información sobre los migrantes que ingresan, mientras que Sant’Egidio y las otras organizaciones colaboradoras se ocupan de la integración de los mismos. Se habló en España de la posibilidad de trasladar este exitoso modelo que nació en Italia. ¿Cómo va la implantación en España?
No me parece que el Gobierno español haya mostrado una gran sensibilidad hacia esta propuesta.

Hablemos un poco de nuestras sociedades, donde las heridas son graves. Pienso en la herida de la soledad que sufren muchas personas de todas las edades. ¿Cómo podemos comprometernos a acabar con esta soledad?
Está muy relacionado con todo lo que hemos hablado porque a un contexto de guerra, también corresponde el aumento de la violencia en nuestras sociedades. Y nos sentimos más indefensos porque estamos solos. Nuestras sociedades han pasado de ser sociedades del nosotros a ser sociedades del yo. Ese yo es un yo que sufre. Es el yo de los ancianos, el yo de los jóvenes, el yo de cada mujer y de cada hombre. Creo que necesitamos reconstruir el tejido comunitario de nuestra sociedad. Es una gran tarea, también para la Iglesia.

¿Cómo lo hacemos?
Lo hacemos hablando, encontrándonos, viviendo la solidaridad y el diálogo. Cada uno puede reconstruir un pedazo grande o pequeño de este tejido si deja de pensar solo en sí mismo.


[ Ángeles Conde ]