ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 6,14-29

Se enteró el rey Herodes, pues su nombre se había hecho célebre. Algunos decían: «Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él fuerzas milagrosas.» Otros decían: «Es Elías»; otros: «Es un profeta como los demás profetas.» Al enterarse Herodes, dijo: «Aquel Juan, a quien yo decapité, ése ha resucitado.» Es que Herodes era el que había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano.» Herodías le aborrecía y quería matarle, pero no podía, pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía; y al oírle, quedaba muy perplejo, y le escuchaba con gusto. Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré.» Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino.» Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?» Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista.» Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista.» El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El envío de los discípulos por Galilea principalmente había atraído la atención del pueblo y de las autoridades sobre Jesús. Aquel joven maestro tenía ya una comunidad, un grupo con el que se movía y en el que recogía a mucha gente. Incluso Herodes (el hijo de Herodes el Grande), que gobernaba en Galilea y en Perea y ya había escuchado hablar de Jesús, se da cuenta de que su fama ha crecido mucho y se ha extendido por todas partes. Había quien lo identificaba con Elías, otros con uno de los antiguos profetas, y otros incluso con el Bautista, resucitado de entre los muertos. En verdad Herodes había tratado de detener la predicación del profeta, porque cuanto afirmaba le interpelaba directamente, juzgando de hecho sus comportamientos y pretendiendo de él un cambio. El corazón de Herodes, sin embargo, no se había dejado tocar por la palabra del profeta, y poco a poco se había endurecido hasta caer víctima de las pretensiones homicidas de Salomé, instigada por la pérfida Herodías. El rey quería ser más fuerte que las palabras del Bautista y trató de silenciarlo, dejando finalmente que fuera asesinado. No llegó, sin embargo, a eliminar la Palabra: Jesús llevaría a cumplimiento la predicación del Bautista, de forma que verdaderamente se podía decir "Aquel Juan, a quien yo decapité, ese ha resucitado". La predicación reanudaba su andadura por los caminos del mundo, fuerte solo de sí misma: el Evangelio pide solo ser escuchado con disponibilidad y ser acogido en el corazón. Por desgracia, nosotros a menudo nos creemos más fuertes que la predicación, asumiendo la misma actitud de Herodes: tratamos de hacerla callar, de alejarla, de no darle crédito. Pero de ese modo nos privamos de la luz a nosotros y a los demás. El evangelista viene a decirnos también hoy que el Evangelio es más fuerte que la fuerza de los muchos Herodes de este mundo. Y bienaventurados nosotros si lo acogemos en el corazón y lo dejamos obrar en nosotros el cambio para el que ha sido enviado de lo alto.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.