ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 3 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Pedro 3,8-18

Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá. Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia. Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha. La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación, como os lo escribió también Pablo, nuestro querido hermano, según la sabiduría que le fue otorgada. Lo escribe también en todas las cartas cuando habla en ellas de esto. Aunque hay en ellas cosas difíciles de entender, que los ignorantes y los débiles interpretan torcidamente - como también las demás Escrituras - para su propia perdición. Vosotros, pues, queridos, estando ya advertidos, vivid alerta, no sea que, arrastrados por el error de esos disolutos, os veáis derribados de vuestra firme postura. Creced, pues, en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. A él la gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

A los cristianos que dudaban porque el retorno de Cristo se demoraba, el apóstol les recuerda que Dios mide el tiempo de manera distinta a la nuestra. Escribe: "Una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día". El apóstol quiere decir que para toda generación cristiana los últimos tiempos son los que está viviendo. Cada creyente vive sus últimos tiempos y está llamado a vivirlos con la responsabilidad que se pide a cada discípulo del Evangelio. Por eso el apóstol añade: "No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa". Efectivamente, todo aquel que acoge el Evangelio en su corazón ya vive en el fin de los tiempos, es decir, en la familia de los salvados por el Señor Jesús, resucitado de entre los muertos para nuestra salvación. Sabemos que a todo el mundo le llegará el último día, el de la muerte, y lo hará como un ladrón. Por eso Pedro recuerda también las enseñanzas de Pablo para que todos tengan ante sus ojos el juicio de Dios y conformen su vida a la voluntad del Señor. A través de una vida evangélica los cristianos avanzan la llegada del fin de los tiempos. Participando en la liturgia, viviendo en la comunión fraterna, sirviendo con amor a los pobres, solicitando la solidaridad universal los creyentes no solo ven y esperan "un cielo nuevo y una tierra nueva" tal como dice el Apocalipsis, sino que los viven ya de algún modo ahora. Continúa habiendo, sin duda, la espera del cumplimiento, que forma parte de la esperanza cristiana. Pero eso no debe comportar un modo de vivir desordenado, como si el tiempo del fin estuviera siempre lejos. Como mínimo, el tiempo de cada uno nunca está muy lejos. El apóstol exhorta, pues, a aquellos cristianos dispersos a crecer en el amor y en la conciencia del Señor Jesús, para que cuando llegue nuestro último día Él nos encuentre "en paz ante él, sin mancilla y sin tacha".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.