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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo del patriarca Abrahán. En la fe partió hacia una tierra que no conocía, que Dios le había prometido. Por esta fe es llamado padre de los creyentes, judíos, cristianos y musulmanes. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Martes 9 de octubre

Recuerdo del patriarca Abrahán. En la fe partió hacia una tierra que no conocía, que Dios le había prometido. Por esta fe es llamado padre de los creyentes, judíos, cristianos y musulmanes.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Génesis 12,1-9

Yahveh dijo a Abram: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan
y maldeciré a quienes te maldigan.
Por ti se bendecirán
todos los linajes de la tierra." Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahveh, y con él marchó Lot. Tenía Abram 75 años cuando salió de Jarán. Tomó Abram a Saray, su mujer, y a Lot, hijo de su hermano, con toda la hacienda que habían logrado, y el personal que habían adquirido en Jarán, y salieron para dirigirse a Canaán. Llegaron a Canaán, y Abram atravesó el país hasta el lugar sagrado de Siquem, hasta la encina de Moré. Por entonces estaban los cananeos en el país. Yahveh se apareció a Abram y le dijo: "A tu descendencia he de dar esta tierra." Entonces él edificó allí un altar a Yahveh que se le había aparecido. De allí pasó a la montaña, al oriente de Betel, y desplegó su tienda, entre Betel al occidente y Ay al oriente. Allí edificó un altar a Yahveh e invocó su nombre. Luego Abram fue desplazándose por acampadas hacia el Négueb.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Señor no abandona nunca al hombre en la confusión y en la dispersión de los pueblos. Aunque cada pueblo se había constituido una tierra de confines delimitados, con una lengua propia, Dios en cambio llama a Abrahán para que salga precisamente de su tierra, de su patria y de su casa. La historia de la salvación, la de Abrahán con Dios, comienza con un éxodo. El autor sagrado destaca el mandamiento de Dios: "Vete de tu tierra... a la tierra que yo te mostraré". Sólo escuchando la invitación del Señor a salir de los propios confines se puede recibir la bendición, es decir, la vida de Dios y ser motivo de bendición para otros. Al comienzo del relato de Abrahán, la Biblia parece decir que es en la renuncia a escucharse sólo a uno mismo y las propias tradiciones donde se puede acoger la visión universal de la vida y del mundo. De hecho Abrahán, el hombre que ha dejado su tierra obedeciendo la Palabra de Dios, se ha convertido en principio de unidad y de vida para el mundo entero. Él es el padre de los creyentes, de quienes eligen escuchar a Dios y encaminarse por la senda que el Señor mismo indica. Es el camino de un pueblo del que formar parte, de encuentros por realizar, de etapas que recorrer hasta alcanzar la tierra prometida, el país de Canaán (así se llamaba la Palestina de aquellos tiempos). No obstante, una vez que se ha entrado en la tierra prometida no termina la búsqueda y la escucha del Señor. En realidad Dios se aparece a Abrahán precisamente cuando llega a la tierra de Canaán y le renueva la promesa. En efecto, la compañía de Dios es bendición, vida y prosperidad. Y Abrahán necesita recordar que Dios está siempre con él. Dicho recuerdo, corazón de la vida de los creyentes, libra a Abrahán de la esclavitud de los ídolos. Hay un único altar, junto al que plantar la tienda. Abrahán elige vivir junto a su Señor, no quiere separarse del lugar de su presencia. Sabe que el Señor le acompañará en el camino de la vida, es más, está delante de él para indicarle el camino. Abrahán levantará la tienda y la plantará allí donde el Señor lo conduce. Es el ejemplo del creyente: su morada no es estar consigo mismo, sino con el Señor que lo acompaña por los caminos del mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.