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Memoria de la Iglesia
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Recuerdo de san Pier Damiani (1007-1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes de cualquier parte del mundo. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 21 de febrero

Recuerdo de san Pier Damiani (1007-1072). Fiel a su vocación monástica, amó a toda la Iglesia y dedicó su vida a reformarla. Recuerdo de los monjes de cualquier parte del mundo.


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Primera Corintios 4,1-13

Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles. Aunque a mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda. En esto, hermanos, me he puesto como ejemplo a mí y a Apolo, en orden a vosotros; para que aprendáis de nosotros aquello de «No propasarse de lo que está escrito» y para que nadie se engría en favor de uno contra otro. Pues ¿quién es el que te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? ¡Ya estáis hartos! ¡Ya sois ricos! ¡Os habéis hecho reyes sin nosotros! ¡Y ojalá reinaseis, para que también nosotros reináramos con vosotros! Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Pablo quiere cortar de raíz la formación de divisiones en la comunidad de Corinto. Recuerda que todos los que predican son «administradores de los misterios de Dios». El apóstol exhorta a no abusar de ellos, a no ceder a la triste costumbre de criticarlos. Es bueno estar atentos y ser cautos cuando se emiten juicios, entre otras cosas –y lo sabemos por experiencia, además de por la enseñanza evangélica– porque es fácil que cada uno de nosotros vea la paja en el ojo del otro y no vea la viga en el propio. En cualquier caso los ministros representan al Señor, que es el único fundamento de la comunión. Cada miembro de la comunidad cristiana lo recibe todo del Señor y de él debe continuar dependiendo en todo. Por eso nadie debe olvidar que sigue siendo discípulo de Jesús toda la vida. Ello significa que estamos llamados a escuchar el Evangelio cada día y a convertir nuestro corazón. Pero por desgracia muy a menudo sentimos que ya hemos llegado al final del camino, que somos ricos, que estamos saciados. ¡Pero mucha atención! Quien se siente harto, quien piensa que ya no necesita la predicación del Evangelio, quien cree ser más sabio e instruido que el apóstol, está en el camino de la ruptura de la comunión. Pablo, en contraste con la seguridad de los cristianos de Corinto y de todos los que se sienten saciados como ellos, reivindica el último lugar en el que el mundo pone a los apóstoles: el lugar de las persecuciones, de las humillaciones, pero también del cansancio pastoral, del trabajo sin fin por la predicación, de la ingratitud humana. Sin embargo ése es el primer lugar a los ojos de Dios. Es el que ocupó Jesús, que fue rechazado por los hombres pero aceptado por Dios. La «locura» del apóstol, su debilidad, sus sufrimientos deberían hacer reflexionar a aquellos cristianos de Corinto que con su orgullo se hincharon de soberbia hasta romper la unidad de la comunidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.