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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo de María virgen venerada como Nuestra Señora de Luján en Argentina. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 8 de mayo

Recuerdo de María virgen venerada como Nuestra Señora de Luján en Argentina.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Colosenses 1,1-2

Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, y Timoteo el hermano, a los santos de Colosas, hermanos fieles en Cristo. Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo se presenta a los colosenses como apóstol, es decir, como enviado de Cristo para comunicar el Evangelio. De aquí procede su autoridad, no solo el deber de intervenir en la vida de la comunidad de Colosas. Además, Pablo no está solo en el ministerio. Tiene consigo a Timoteo, casi para hacer visible el envío de los discípulos «de dos en dos». (Gregorio Magno comenta así esta decisión de Jesús: «Les envío de dos en dos para que su primer anuncio fuera el testimonio del amor recíproco».) La misión de anunciar el Evangelio no es nunca una obra solitaria, sino que requiere siempre una fraternidad de la que nace y a la que desemboca: el Evangelio parte de la comunidad y crea la comunidad de los hermanos, por esto Pablo llama a Timoteo «hermano» y «hermanos» son también los destinatarios de la carta: «a los santos, hermanos fieles en Cristo». Desde el inicio la historia cristiana es una historia de fraternidad, de hombres y de mujeres llamados por Dios desde cada lugar y desde cada pertenencia para formar una «familia». Esto es posible porque el vínculo está «en Cristo», o sea, en ser partícipes del único Evangelio. La fraternidad cristiana tiene su origen y su fundamento en la paternidad de Dios y se realiza uniéndose a Jesús «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Se trata de una familia especial donde se supera toda distancia y donde todos estamos más cerca unos de otros independientemente de nuestras cosas, de nuestra historia, de nuestra cultura, de nuestra situación. Pablo, a pesar de saber que es apóstol y de tener una responsabilidad paternal sobre los colosenses (cfr. 1 Cor 4,15), no se pone por encima de la comunidad, se reconoce como un hermano entre los hermanos: como todos los creyentes, Pablo sabe bien que antes que nada él es discípulo. Ser discípulos hace «santos» a los creyentes, es decir, «separados» de un destino de soledad y de muerte y por tanto también «fieles», o sea, creyentes que saben perseverar en el amor de Jesús. El apóstol, al saludar a estos «santos» con el doble deseo de «gracia» y de «paz» invoca la bendición de Dios sobre ellos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.