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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de Maria, enferma psíquica que murió en Roma. Con ella, recordamos a todos los enfermos psíquicos. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 26 de julio

Recuerdo de Maria, enferma psíquica que murió en Roma. Con ella, recordamos a todos los enfermos psíquicos.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 9,16-25

Así habla Yahveh Sebaot:
¡Hala! Llamad a las plañideras, que vengan:
mandad por las más hábiles, que vengan. ¡Pronto! que entonen por nosotros una lamentación.
Dejen caer lágrimas nuestros ojos,
y nuestros párpados den curso al llanto. Sí, una lamentación se deja oír desde Sión:
"¡Ay, que somos saqueados!,
¡qué vergüenza tan grande,
que se nos hace dejar nuestra tierra,
han derruido nuestros hogares!" Oíd, pues, mujeres, la palabra de Yahveh;
reciba vuestro oído la palabra de su boca:
Enseñad a vuestras hijas esta lamentación,
y las unas a las otras esta elegía: La muerte ha trepado por nuestras ventanas,
ha entrado en nuestros palacios,
barriendo de la calle al chiquillo,
a los mozos de las plazas. ¡Habla! Tal es el oráculo de Yahveh:
Los cadáveres humanos yacen
como boñigas por el campo,
como manojos detrás del segador,
y no hay quien los reúna." Así dice Yahveh:
No se alabe el sabio por su sabiduría,
ni se alabe el valiente por su valentía,
ni se alabe el rico por su riqueza; mas en esto se alabe quien se alabare:
en tener seso y conocerme,
por que yo soy Yahveh, que hago merced,
derecho y justicia sobre la tierra,
porque en eso me complazco
- oráculo de Yahveh -. He aquí que vienen días - oráculo de Yahveh - en que he de visitar a todo circuncidado que sólo lo sea en su carne: a Egipto, Judá, Edom y a los hijos de Ammón, a Moab, y a todos los de sien rapada, los que moran en el desierto. Porque todas estas gentes lo son. Pero también los de la casa de Israel son incircuncisos de corazón.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

¿Qué se puede hacer ante una ciudad devastada, donde los hombres no tienen conciencia del mal que en ella se lleva a cabo? El profeta hace una invitación clara: hay que entonar un canto fúnebre, como se solía hacer con motivo de la muerte de alguien, cuando se llamaba a las plañideras para que lo hicieran. Sí, una ciudad llena de habitantes alejados de la verdad, donde se cometen injusticias y nadie se interesa por los demás, está como muerta ante Dios. ¿De qué sirve alabarse? «No se alabe el sabio por su sabiduría, ni se alabe el valiente por su valentía, ni se alabe el rico por su riqueza», dice Jeremías. El orgullo, sea del tipo que sea, no produce vida, no alarga los días, no da seguridad. Es una ilusión. Y sin embargo, a menudo pensamos que la sabiduría, la fuerza o la riqueza nos protegen, evitan que el mal nos afecte, nos dan la sensación de estar a salvo. Jesús pondrá en guardia varias veces a los ricos («¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo», Lc 6,24) y llega incluso a decir que «un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 19,23). Aquel «ay» no es una amenaza sino que describe la situación del rico, opuesta a la del «pobre», destinado al reino de Dios. El orgullo nos aleja tanto del Señor que nos priva de su misma vida. Por eso Jeremías continúa diciendo: «Mas en esto se alabe quien se alabare: en tener seso y conocerme, porque yo soy el Señor, que hago merced, derecho y justicia sobre la Tierra, porque en eso me complazco». Tener seso es conocer a Dios, amarlo y vivir con él. Eso es de lo único que podemos alabarnos, eso nos lleva a la vida, porque hace que los hombres practiquen la bondad, el derecho y la justicia como el Señor. Eso necesita el mundo y no hombres orgullosos, que viven para afirmarse a sí mismos. Pero debemos «circuncidar» nuestro corazón, es decir, cambiarnos profundamente a nosotros mismos escuchando al Señor que nos habla.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.