ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 29 de octubre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primero de los Macabeos 6,18-47

La guarnición de la Ciudadela tenía sitiado a Israel en el recinto del Lugar Santo; buscaba siempre ocasión de causarle mal y de ofrecer apoyo a los gentiles. Resuelto Judas a exterminarlos, convocó a todo el pueblo para sitiarles. El año 150, una vez reunidos, dieron comienzo al sitio de la Ciudadela y construyeron plataformas de tiro e ingenios de guerra. Pero algunos de los sitiados lograron romper el cerco y juntándoseles otros de entre los impíos de Israel, acudieron al rey para decirle: «¿Hasta cuándo vas a estar sin hacer justicia y sin vengar a nuestros hermanos? Nosotros aceptamos de buen grado servir a tu padre, seguir sus órdenes y obedecer sus edictos. Esta es la causa por la que nuestros conciudadanos se nos muestran hostiles. Han matado a cuantos de nosotros han caído en sus manos y nos han arrebatado nuestras haciendas. Pero no sólo han alzado su mano sobre nosotros, sino también sobre todos tus territorios. He aquí que hoy tienen puesto cerco a la Ciudadela de Jerusalén con intención de tomarla y han fortificado el santuario y Bet Sur. Si no te apresuras a atajarles, se atreverán a más, y ya te será imposible contenerles.» Al oírlo el rey, montó en cólera y convocó a todos sus amigos, capitanes del ejército y comandantes de la caballería. Le llegaron tropas mercenarias de otros reinos y de la islas del mar. El número de sus fuerzas era de 10.000 infantes, 20.000 jinetes y 32 elefantes adiestrados para la guerra. Viniendo por Idumea, pusieron cerco a Bet Sur y la atacaron durante mucho tiempo, valiéndose de ingenios de guerra. Pero los sitiados, en salidas que hacían, se los quemaban y peleaban valerosamente. Entonces Judas partió de la Ciudadela y acampó en Bet Zacaría, frente al campamento real. El rey se levantó de madrugada y puso en marcha el ejército con todo su ímpetu por el camino de Bet Zacaría. Los ejércitos se dispusieron para entrar en batalla y se tocaron las trompetas. A los elefantes les habían mostrado zumo de uvas y moras para prepararlos al combate. Las bestias estaban repartidas entre las falanges. Mil hombres, con cota de malla y casco de bronce en la cabeza, se alineaban al lado de cada elefante. Además, con cada bestia iban quinientos jinetes escogidos, que estaban donde el animal estuviese y le acompañaban adonde fuese, sin apartarse de él. Cada elefante llevaba sobre sí, sujeta con cinchas, una torre fuerte de madera como defensa y tres guerreros que combatían desde ella, además del conductor. Al resto de la caballería el rey lo colocó a un lado y otro, en los flancos del ejército, con la misión de hostigar al enemigo y proteger las falanges. Cuando el sol dio sobre los escudos de oro y bronce, resplandecieron los montes a su fulgor y brillaron como antorchas encendidas. Una parte del ejército real se desplegó por las alturas de los montes, mientras algunos lo hicieron por el llano; y avanzaban con seguridad y buen orden. Se estremecían todos los que oían el griterío de aquella muchedumbre y el estruendo que levantaba al marchar y entrechocar las armas; era, en efecto, un ejército muy grande y fuerte. Judas y su ejército se adelantaron para entrar en batalla, y sucumbieron seiscientos hombres del ejército real. Eleazar, llamado Avarán, viendo una de las bestias que iba protegida de una coraza real y que aventajaba en corpulencia a todas las demás, creyó que el rey iba en ella, y se entregó por salvar a su pueblo y conseguir un nombre inmortal. Corrió audazmente hasta la bestia, metiéndose entre la falange, matando a derecha e izquierda y haciendo que los enemigos se apartaran de él a un lado y a otro; se deslizó debajo del elefante e hiriéndole por debajo, lo mató. Cayó a tierra el animal sobre él y allí murió Eleazar. Los judíos, al fin, viendo la potencia del reino y la impetuosidad de sus tropas, cedieron ante ellas.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje se abre con la narración del asedio de Judas al Akra de Jerusalén. Ya no soportaba la presencia de soldados sirios y de los judíos que se habían unido al enemigo renegando de la alianza con Dios. Además, desde la ciudadela los enemigos espiaban todos los movimientos que se producían en el templo. Escribe el texto: «La guarnición de la Ciudadela tenía sitiado a Israel en el recinto del Lugar Santo; buscaba siempre ocasión de causarle mal y de ofrecer apoyo a los paganos» (v. 18). Judas decidió empezar el asedio rodeándola con «plataformas de tiro e ingenios de guerra». Algunos de los sitiados lograron romper el asedio, llegaron a Antioquía y pidieron refuerzos al rey. Los judíos traidores fueron los que insistieron más ante el rey para que interviniera. El autor, reproduciendo las palabras de aquellos judíos contra sus hermanos, subraya la amargura y la crueldad que comporta cualquier traición. Aquellos se dirigieron al rey diciéndole: «¿Hasta cuándo vas a estar sin hacer justicia y sin vengar a nuestros hermanos? Nosotros aceptamos de buen grado servir a tu padre, seguir sus órdenes y obedecer sus edictos. Esta es la causa por la que nuestros conciudadanos se nos muestran hostiles. Han matado a cuantos de nosotros han caído en sus manos y nos han arrebatado nuestras haciendas. […] Si no te apresuras a atajarles, se atreverán a más, y ya te será imposible contenerlos» (vv. 22-27). El rey se dejó convencer por sus palabras y preparó una nueva expedición, más numerosa y más preparada que las anteriores, para la que enroló a tropas de todas las regiones no sometidas a Roma, de acuerdo con el tratado de paz después de Magnesia. El ejército alcanzó la cifra de 100.000 soldados de infantería, 20.000 caballeros y 32 elefantes. Los números son muy elevados y probablemente exagerados. Se quiere con ello destacar la importancia de la expedición. Los dos ejércitos –muy desequilibrados en su composición– se encontraron uno frente a otro en Bet Zacaría, un pueblo lindante con Idumea. El autor describe con todo lujo de detalles el gran despliegue de las tropas sirias, insistiendo en la equipación de los elefantes a los que los judíos tuvieron que hacer frente por primera vez. Los judíos quedaron horrorizados: «Se estremecían todos los que oían el griterío de aquella muchedumbre y el estruendo que levantaba al marchar y entrechocar las armas; era, en efecto, un ejército numeroso y fuerte» (v. 41). Sin embargo, lucharon con valentía y un ejemplo extraordinario fue el gesto de Eleazar, uno de los hermanos de Judas, que se lanzó contra un elefante sobre el que creía que viajaba el rey. No dudó un instante en sacrificarse para salvar a su pueblo. Escribe el texto: «Se entregó por salvar a su pueblo y conseguir un nombre inmortal» (v. 44). Pablo utilizará la misma expresión para referirse al sacrificio de Jesús: «Se entregó a sí mismo por nuestros pecados» (Ga 1,4). San Ambrosio, comentando el gesto de Eleazar, lo elogia por la fortaleza de ánimo, el desprecio de la muerte y el amor por su pueblo. Los judíos, sin embargo, tuvieron que replegarse en Jerusalén.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.