ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 17 de abril


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 6,1-15

Después de esto, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia él mucha gente, dice a Felipe: «¿Donde vamos a comprar panes para que coman éstos?» Se lo decía para probarle, porque él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco.» Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?» Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente.» Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos 5.000. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda.» Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo.» Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico relata el milagro de la multiplicación de los panes según el Evangelio de Juan. El evangelista señala la gran multitud que sigue a Jesús a causa de los “signos” que hacía con los enfermos. Aquellas muchedumbres intuían que Jesús era un hombre bueno y fuerte, que ayudaba y curaba a quien había perdido la salud y la esperanza. Jesús, por su parte, se daba cuenta de esta sed de amor que subía desde la gente. El evangelista escribe, como queriendo subrayar la actitud de misericordia, que Jesús “levantó los ojos” y vio a aquella multitud que venía a su encuentro. No es como nosotros, que por lo general tenemos los ojos vueltos solo hacia nosotros mismos y nuestros asuntos. Jesús nos pide que levantemos, junto a él, los ojos de la concentración que tenemos sobre nosotros mismos para que podamos darnos cuenta de los que sufren y necesitan ayuda. No son los discípulos quienes se dan cuenta de la necesidad de comer de aquellas muchedumbres, sino Jesús, que pregunta a Felipe dónde comprar el pan para dar de comer a todas aquellas personas. El apóstol Felipe no sabe hacer otra cosa que señalar la imposibilidad de encontrar el pan para poder atender a tanta gente. Era la observación más obvia, pero también la más resignada. Andrés, presente en la conversación, se adelanta y dice que hay solo cinco panes de cebada y dos peces. Prácticamente nada. Para ellos el tema está cerrado, no habían comprendido aún que “lo que es imposible a los hombres es posible para Dios”. También nosotros deberíamos recordar a menudo estas palabras, en lugar de resignarnos tranquilamente ante las dificultades; pero Jesús, que se deja guiar por el amor apasionado a la gente, no se resigna. Les ordena sentar a aquella multitud, y se abre la escena de un gran banquete donde todos se sacian gratuitamente. El evangelista evoca en el gesto y las palabras de Jesús la celebración de la Eucaristía. Aquellos panes puestos en las manos de Jesús, el compasivo, bastan para todos. A diferencia de la narración de los Evangelios Sinópticos, aquí el evangelista hace recaer toda la acción en Jesús; es él quien toma los panes, los multiplica y los distribuye. Subraya así que existe una relación directa entre el pastor y las ovejas. Son hermosas las palabras del Papa Francisco a los sacerdotes y todos podemos acogerlas: “Hay que salir… en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones… El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Esto os pido: sed pastores con «olor a oveja». Debemos ir hacia las periferias, hacia quienes esperan amor, justicia y paz. Pongamos en las manos de Jesús nuestros pocos panes y el milagro sucede. Las manos de Jesús, es él quien multiplica y distribuye, no se quedan nada para sí, están acostumbradas a abrirse, a ser generosas. Él multiplica nuestra debilidad. El milagro continúa si nosotros, como aquel muchacho, abandonamos la mezquindad de los discípulos y ponemos en las manos del Señor los pobres panes de cebada que poseemos. La muchedumbre quería proclamarle rey, pero él huyó solo al monte. Jesús no quiere menospreciar la urgencia del pan, sino más bien subrayar la necesidad de nutrirse con un pan eterno: la amistad con él.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.