ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 10 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Colosenses 3,12-17

Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos, himnos y cánticos inspirados, y todo cuanto hagáis, de palabra y de boca, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El discípulo, convertido en un "hombre nuevo", ya vive en el mundo que inaugura el Resucitado. Pero debe estar atento a no pensar que está a salvo de las trampas del pecado que, como dice el Génesis, está "acechando" a la puerta del corazón. Para ser una nueva criatura el discípulo debe tener comportamientos consecuentes. Por eso Pablo recuerda a los colosenses la exigencia de mortificar (hacer morir) "todo lo terreno", es decir, los instintos que llevan a vivir para satisfacerse solo a uno mismo. Pablo enumera algunos, empezando por ciertos desórdenes sexuales y terminando con la codicia, calificada como una idolatría. La sed insaciable de poseer absorbe tanto las energías del hombre que llega incluso a someter a su corazón. Ser discípulo comporta luchar contra el pecado y esforzarse en dominar los instintos. Es un auténtico combate para hacer disminuir el orgullo y que crezca la caridad. Es el camino para instaurar entre los miembros de la comunidad una verdadera comunión de amor. En cambio, vivir poniéndose a uno mismo en el centro significa estar bajo la ira de Dios, bajo Su juicio. Dios no tolera que el mal amenace al hombre y lo desvíe de su vocación. Por eso el apóstol les recuerda a los colosenses su pasada conducta pagana (3,7) para que comprendan la gracia que han recibido entrando a formar parte de la comunidad de los discípulos. Y les recuerda también que hay que abandonar, como si de quitarse un vestido se tratara, las malas conductas. Y enumera algunos vicios: "cólera, ira, maldad, maledicencia y obscenidades", que nacen todos del desorden en el hablar y envenenan las relaciones en la comunidad. Y recuerda una vez más el bautismo: el creyente se "reviste de Cristo" (Ga 3,27; Rm 13,14) y pertenece a Él, hasta el punto de que puede decir: "yo ya no vivo, pero Cristo vive en mí" (Ga 2,20). Esa pertenencia exige renovar el corazón para que el discípulo se haga cada vez más similar a Cristo, imagen por excelencia de Dios (Col 1,15). En el hombre nuevo ya no hay división de cultura, de raza, de condición social, como escribe a los gálatas: "Los que os habéis bautizado en Cristo os habéis revestido de Cristo, de modo que ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,27s). La unión con Cristo relativiza las diferencias porque lo que une es mucho más fuerte que lo que divide.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.