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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Miguel arcángel. La Iglesia etíope, una de las primeras de África, lo venera como protector. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 29 de septiembre

Recuerdo de san Miguel arcángel. La Iglesia etíope, una de las primeras de África, lo venera como protector.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Zacarías 8,20-23

Así dice Yahveh Sebaot: Todavía habrá pueblos que vengan, y habitantes de grandes ciudades. Y los habitantes de una ciudad irán a la otra diciendo: "Ea, vamos a ablandar el rostro de Yahveh y a buscar a Yahveh Sebaot: ¡yo también voy!" Y vendrán pueblos numerosos y naciones poderosas a buscar a Yahveh Sebaot en Jerusalén, y a ablandar el rostro de Yahveh. Así dice Yahveh Sebaot: En aquellos días, diez hombres de todas las lenguas de las naciones asirán por la orla del manto a un judío diciendo: "Queremos ir con vosotros, porque hemos oído decir que Dios está con vosotros."

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta profecía de Zacarías quiere abrir la mirada de los israelitas para que vean la visión universal de Dios mismo. Además, Dios eligió a Israel como su pueblo no para que se cerrara dentro de sus fronteras, sino para que pudiera comunicar a todos los pueblos de la tierra el plan de amor que Dios tiene para todo el mundo. Ningún pueblo queda excluido de la visión de Dios. Él es el padre de todos. Esa paternidad –que ya está muy presente en estas palabras del profeta– se verá claramente con Jesús. Y estas palabras adquirirán sentido pleno. En los versículos 22-23 hay una primera visión: todos los pueblos de la tierra se reunirán y se dirán uno al otro: "Vamos a aplacar al Señor y a visitar al Señor de los ejércitos". En lo más profundo de los pueblos hay como un deseo común oculto. Esta convicción bíblica y plenamente cristiana hacía que el patriarca Atenágoras dijera: "Todos los pueblos son buenos". Sí, son buenos porque en lo más profundo de cada pueblo, en lo más profundo de cada credo religioso, en lo más íntimo de cada humanismo, existe el deseo de reunirse con todos alrededor del único Señor. La mirada de fe nos hace descubrir en las profundidades de la historia de la humanidad una singular peregrinación: los creyentes y los hombres de buena voluntad se dirigen juntos hacia la meta del amor, de la paz y de la justicia. San Juan Pablo II, como si diera respuesta a esa aspiración de los pueblos, convocó en Asís a los creyentes de las grandes religiones mundiales, como si quisiera hacer salir a la superficie esta peregrinación espiritual que recorre las profundidades de la historia. Y es un milagro continuo ver que año tras año, en ciudades distintas, se coagula una masa de creyentes y de hombres de buena voluntad que buscan la paz. Pero la profecía continúa diciendo: "diez hombres de todas las lenguas de las naciones asirán por la orla del manto a un judío diciendo: Queremos ir con vosotros, porque hemos oído decir que Dios está con vosotros" (v. 23). Es el misterio de la conversión al Evangelio de hombres y mujeres "de todas las lenguas". El profeta parece decir que no todos los pueblos se convertirán, pero sin duda entre los que seguirán el Evangelio habrá personas de todas las lenguas, de todas las culturas y de todas las razas. Es el misterio de la responsabilidad de los cristianos de acoger a quien sigue el Evangelio. En este tiempo que el papa Francisco quiere asociar a la misión, debemos preguntarnos si dejamos que nos cojan por la orla de nuestro manto o si nos quedamos tranquilos en nuestros recintos, aunque sean religiosos. Esta palabra profética nos hace tambalear. Tenemos que ponernos el manto de la misión y correr hacia las periferias de nuestras ciudades contemporáneas.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.