ORACIÓN CADA DÍA

Oración de la Pascua
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Oración de la Pascua
Jueves 31 de marzo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 3,11-26

Como él no soltaba a Pedro y a Juan, todo el pueblo, presa de estupor, corrió donde ellos al pórtico llamado de Salomón. Pedro, al ver esto, se dirigió al pueblo: «Israelitas, ¿por qué os admiráis de esto, o por qué nos miráis fijamente, como si por nuestro poder o piedad hubiéramos hecho caminar a éste? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello. Y por la fe en su nombre, este mismo nombre ha restablecido a éste que vosotros veis y conocéis; es, pues, la fe dada por su medio la que le ha restablecido totalmente ante todos vosotros. «Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes. Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos profetas. Moisés efectivamente dijo: El Señor Dios os suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos; escuchadle todo cuanto os diga. Todo el que no escuche a ese profeta, sea exterminado del pueblo. Y todos los profetas que desde Samuel y sus sucesores han hablado, anunciaron también estos días. «Vosotros sois los hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció con vuestros padres al decir a Abraham: En tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra. Para vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su Siervo y le ha enviado para bendeciros, apartándoos a cada uno de vuestras iniquidades.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Cristo ha resucitado de entre los muertos y no muere más!
El nos espera en Galilea!

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pedro acaba de devolver la dignidad al tullido que pedía limosna desde hacía años sentado ante la puerta del Templo. Tras ser curado de su enfermedad, se puso de inmediato a saltar de alegría en la explanada del Templo. Obviamente todos se quedan maravillados ante lo que acababa de suceder. Podríamos decir que desde la muerte de Jesús no se había vuelto a ver ningún episodio de este tipo en Jerusalén. Muchos se acercan a Pedro y Juan. ¿Cómo no quedarse estupefacto ante un acontecimiento tan extraordinario? Todos miran con admiración a los dos discípulos. Pero Pedro, lejos de ese deseo de protagonismo que cada uno de nosotros conoce bien, aclara rápidamente que el milagro no es obra de ellos sino de Dios. Es Dios el que cura, los discípulos son sólo servidores de su Palabra. Es el Señor, el fuerte, el poderoso, no ellos, pobres discípulos suyos. Dios, de hecho, ha resucitado a Jesús de entre los muertos; es Él quien vence el mal y cura las enfermedades. Pedro aclara que no han presenciado hechos mágicos o poderes extraordinarios: en realidad se encuentran ante Dios, que es más fuerte que el mal y que continúa actuando en la vida de los hombres. Ésta es la razón por la que ya en los Evangelios encontramos madres, padres, amigos, que rezan a Dios por la curación de los enfermos. También los apóstoles exhortan a rezar con fe para que el Señor intervenga y cure al que está enfermo. Jesús se lo había dicho a los discípulos: "Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20). La oración hecha con fe e insistencia es el origen de las curaciones y los milagros, hoy al igual que entonces. Es urgente reforzar la oración por la curación de las enfermedades y la liberación del mal, en un mundo como el nuestro, que ya se ha resignado al mal y a menudo es esclavo de la violencia. No olvidemos que "nada es imposible para Dios".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.