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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Los judíos celebran el Yom Kipur (día de la expiación). Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 12 de octubre

Los judíos celebran el Yom Kipur (día de la expiación).


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Gálatas 5,18-25

Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los cristianos son "llamados a la libertad", escribe Pablo. Este llamamiento de Dios los ha salvado del mundo perverso (1,4) y los ha transportado a la nueva creación (6,15). Pero la libertad, si se interpreta mal, puede convertirse en un "pretexto para la carne". Es la tentación de aquel que quiere imponerse a sí mismo por encima de los demás, de aquel que quiere que todo gire a su alrededor. Pablo, por el contrario, afirma que recibimos la libertad para servirnos mutuamente: "servíos unos a otros por amor". La libertad es "para amar". La única ley del cristiano es el amor. Es más, con increíble claridad el apóstol escribe: "Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (5,14). Pablo, además, exhorta a los cristianos de Galacia a no "devorarse" unos a otros, pues las disputas llevan a la destrucción de uno mismo y de la comunidad. El único camino para permanecer en la libertad es, precisamente, el amor. Eso es lo que significa "proceder según el Espíritu" y alejarse de las "apetencias de la carne" (5,16-18), es decir, de los instintos egocéntricos que nos hacen cerrar en nosotros mismos. Aquel que deja que le domine el amor por sí mismo termina siendo esclavo y, por tanto, haciendo lo que no querría hacer. Pablo, para explicarlo, enumera quince vicios entre las "obras de la carne": "fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes". Estas obras excluyen del Reino de Dios porque son opuestas al amor. Por el contrario, "el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí". Entre las "obras de la carne" y el "fruto del Espíritu" existe la misma oposición que hay entre las tinieblas y la luz, entre el caos y el orden, entre la multiplicidad y la unidad. Por eso no se pueden unir ambos planos y el creyente no se puede partir en su interior: su vida debe ser un servicio de amor. Y el fruto del amor son la "alegría" (Pablo transmitirá a los ancianos de Éfeso las palabras de Jesús: "mayor felicidad hay en dar que en recibir"), la "paz" y luego "paciencia, afabilidad, bondad"; "fidelidad, modestia, dominio de sí" cierran la lista. El creyente, que vive inspirándose en el amor, se convierte en levadura de un nuevo mundo, el mundo que Dios inauguró con Jesús. Los cristianos, comportándose con amor, imitan a Jesús porque "han crucificado la carne" y "viven por el Espíritu".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.