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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de los Santos Cirilo (+869) y Metodio (+885), padres de las Iglesias Eslavas y patrones de Europa.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 14 de febrero

Recuerdo de los Santos Cirilo (+869) y Metodio (+885), padres de las Iglesias Eslavas y patrones de Europa.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 28 (29), 1-4.9-10

1 ¡Rendid al Señor, hijos de Dios,
  rendid al Señor gloria y poder!

2 Rendid al Señor la gloria de su nombre,
  postraos ante el Señor en el atrio sagrado.

3 La voz del Señor sobre las aguas,
  el Dios de la gloria truena,
  ¡es el Señor sobre las aguas caudalosas!

4 La voz del Señor con fuerza,
  la voz del Señor con majestad.

9 La voz del Señor retuerce las encinas,
  deja desnudas las selvas.
  Todo en su Templo grita: ¡Gloria!

10 El Señor se sentó sobre el diluvio,
  El Señor se sienta como rey eterno.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmista, con un lenguaje tomado de la cultura pagana cananea que describe la acción del huracán, quiere exaltar la fuerza de Dios, que es precisamente como la de una tempestad. El salmo está como salpicado de la expresión “la voz del Señor”. El salmista siente la necesidad de afirmar la fuerza de la presencia de Dios en la historia. Él está presente con una voz potente que provoca tempestades: “La voz del Señor sobre las aguas, ¡es el Señor sobre las aguas caudalosas! La voz del Señor con fuerza, la voz del Señor con majestad” (vv. 3-4). Y continúa en los versículos siguientes: “La voz del Señor desgaja los cedros, desgaja el Señor los cedros del Líbano, hace brincar como novillo al Líbano, al Sarión como cría de búfalo” (vv. 5-6). En la concepción pagana la tempestad evocaba el poder terrorífico de Dios, su cólera. Ante esta irrupción destructora el sentimiento prevalente era el miedo. Es cierto que también el hombre bíblico veía el poder de Dios cuando se desataba la tormenta, pero estaba convencido de que ese Dios, tan poderoso como para sacudir la naturaleza, amaba sin embargo a su pueblo desde lo más profundo de su ser. Esa fe en Dios lo cambia todo: el poder de la tormenta se convierte en razón para la confianza y la serenidad; el poder de Dios, que domina todo, está al servicio de su amor y de la defensa de su pueblo. Su fuerza irresistible, de hecho, se dirige por entero a derrotar el poder del mal. Ante ella, por tanto, no se debe tener miedo, sino que se debe cultivar el “santo temor de Dios” y la certeza de la victoria. Y así, el salmista, tras el susto inicial ante el huracán, pasa de inmediato a la serenidad; la tempestad no ha cesado pero ha cambiado el modo de observarla: “El Dios de la gloria truena… Todo en su Templo grita: ¡Gloria! El Señor se sentó sobre el diluvio, el Señor se sienta como rey eterno” (vv. 3.9-10). El creyente, cada vez que levanta la mirada hacia el Señor, pasa de la tempestad a la tranquilidad, de la agitación a la paz. En efecto, en Dios reencontramos la calma y la esperanza. La agitación y el miedo llevan a replegarse sobre uno mismo y la propia impotencia; sólo la fe salva.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.