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"Un cristià salvadorenc, joiós en el patiment, fill de la Comunitat". Andrea Riccardi recorda Jaime Aguilar

a la pregària de Santa Maria de Trastevere. Comentari de Col 1,24-26. Vídeo d'El Salvador

Santa María de Trastevere - Palabras de Andrea Riccardi en recuerdo de Jaime Aguilar

Colosenses 1,24-26
Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo lo que falta a las tribulaciones de Cristo en mi carne, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia. De ella he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en vuestro favor: dar cumplimiento a la palabra de Dios, al misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos.

Queridos hermanos y queridas hermanas,
es realmente difícil y da casi miedo comentar estas palabras de Pablo de la carta a los Colosenses. ¿Es posible, humanamente posible, alegrarse por el sufrimiento? ¿Y qué significa que, en cuanto apóstol, Pablo pueda de algún modo completar el sufrimiento de Cristo? Como dice el gran Gregorio, antiguo papa y obispo de Roma, muchas veces son las vidas mismas de los cristianos, las que explican el Evangelio, las que explican la Escritura.
Esta tarde pensamos en especial y con gran dolor en la vida de Jaime Aguilar, nuestro querido amigo de San Salvador, que falleció en Roma tras una larga enfermedad y tras haber luchado por la vida.
Lo recordamos aquí, cuando en su juventud vino de su país, en 1987, buscando una vida según el Evangelio. Venía de un país entonces dramático, asolado por una dura lucha entre el Gobierno y la guerrilla, y donde en 1980 fue asesinado en el altar monseñor Romero, porque querían hacerle callar.
Aquellos años 80 eran tiempos difíciles, pero hermosos. Nacía entonces con entusiasmo salvadoreño una Comunidad joven y amiga de los pobres. En este cuadro creció, trabajó y esperó Jaime, una gran figura de cristiano salvadoreño, un hijo de la Comunidad, una persona destacable, un hombre de gran humanidad.
Jaime, en los últimos tiempos ha sufrido mucho a causa de una enfermedad que ha marcado su cuerpo, casi crucificándole; no había más que verle de cerca. En esta situación, de la que era plenamente consciente, estuvo alegre en el sufrimiento. Lo que al final le llevó a Roma no era el esfuerzo que tuvo que hacer cuando joven para construir una Comunidad amiga de los pobres, en un país que tras años de violencia no llegaba a la paz, sino los sufrimientos de la enfermedad, que lo llevaron a Roma para recibir el tratamiento que necesitaba.
Pero en medio de grandes sufrimientos todos lo hemos visto vivir con una sorprendente alegría. Es la alegría de la vida de cada día, una alegría que se reflejaba y se contagiaba a la vida de los demás.
Viniendo a Roma hizo el que no pensaba que fuera el último episodio de su vida; lo llamó el retorno a casa. Fue un episodio espiritual, de fe, de fraternidad, acompañado por una oración confiada, teniendo la Biblia al lado de su sillón y acompañado por la ternura con muchos y por la ternura de muchos. Todo esto no salía espontáneamente ni era fácil. Podría haber hecho lo contrario, y habría tenido buenos motivos; pero no fue así. No fue así.

¿Por qué, nos preguntamos, aun sufriendo, Jaime estaba alegre? Alegre cuando recibía a todos con una grande sonrisa, alegre cuando conversaba amablemente, cuando se informaba, alegre cuando venía a rezar aquí, como esta tarde, entre nosotros. Alegre, cuando podía físicamente servir a los demás.
La respuesta parecería banal: no es el buen carácter o solo el buen carácter, sino también el secreto de su fe. Es el secreto de su conciencia, que se formó primero en la acción generosa y creativa, luego en la soledad y en la reflexión, y finalmente en el sufrimiento, siempre con amistad y con la lectura de la Biblia. Y al final en este puerto, que ha sido el último puerto de su vida, pero que él consideraba y esperaba que fuera un puerto de tránsito hacia otras épocas de la vida. Según Pablo, es "el misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos".

Con su presencia, con su palabra, con su interés por muchas cosas ―diría por todo, incluso por lo que estaba lejos de él―, completaba en su carne lo que falta a la vida de los demás, a la Comunidad, al cuerpo de Cristo. Quien lo ha visto y ha estado con él, aunque sea solo en estos nueve meses, ha visto a un hombre maduro, despierto, cordial, simpático, complementario con los demás, no protagonista o victimista ―y habría tenido derecho a quejarse―; ha visto en él la antigua frescura del joven que fue, pero, casi convertido en anciano por el sufrimiento, lo ha visto sereno y maduro.
Con todo, se preocupaba y seguía atentamente todo el transcurso de su enfermedad, y ansiaba no perder ni un momento de su vida, tenía hambre de vida. Él y todos han esperado, no solo contra toda esperanza, sino también con una esperanza razonable y con fe, una vida más larga. Pero no fue así. La muerte es un ladrón en la noche, siempre, para todos, y Jesús nos dice que debemos vigilar.

Jaime, lo hemos visto, ha sido vigilante. Vigilante en las largas noches, en el sufrimiento, en la lucha, en la esperanza, en la oración profunda. Es la imagen de un hombre profundamente humano y maduro frente al que todos nos inclinamos con respeto. Y sentimos con amargura la injusticia de la muerte que se lo ha arrebatado al futuro, a sus sueños apasionados, a su querida familia, a El Salvador, a la Comunidad, a todos nosotros.
La muerte es el mal, y ante el mal ¿qué más podemos hacer si no llamar a la puerta del Señor de la misericordia y pedir que su vida no termine? Lo pedimos en el nombre de Cristo, que en nosotros es esperanza de la gloria.
Quien lo conoció sabe que no fue banal haberle conocido y casi siente pesar por no haber estado más con él. Lo echamos en falta. Su muerte, la muerte de un hombre tan fuerte, hace que sintamos nuestra fragilidad, una fragilidad que olvidamos porque nos centramos en nosotros mismos, tal vez porque no vemos a los demás. Y eso hace que seamos orgullosos, agresivos y que estemos llenos de miedos. Pero en el fondo, gracias a la confianza, gracias a la alegría y sobre todo gracias a una paciencia inmensa, gracias a que se descentró de sí mismo y al impulso hacia los demás, Jaime había empezado un camino que señaló y sigue señalándonos a cada uno de nosotros. Porque seguir es también salir de uno mismo, como medida y centro de todo.
Y nosotros sentimos que Jaime está frente a nosotros y camina delante de nosotros. Aunque lo vimos aquí joven y pequeño, hoy lo sentimos anciano, de fe, de historia, de sufrimiento.
Querido Jaime, ruega por nosotros. Querido Jaime, ruega siempre con nosotros. Querido Jaime, quédate con nosotros.