Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Jerem?as 31,15-22
Así dice Yahveh:
En Ramá se escuchan ayes,
lloro amarguísimo.
Raquel que llora por sus hijos,
que rehúsa consolarse - por sus hijos -
porque no existen. Así dice Yahveh:
Reprime tu voz del lloro
y tus ojos del llanto,
porque hay paga para tu trabajo
- oráculo de Yahveh -:
volverán de tierra hostil, y hay esperanza para tu futuro
- oráculo de Yahveh -:
volverán los hijos a su territorio. Bien he oído a Efraím lamentarse:
"Me corregiste y corregido fui,
cual becerro no domado.
Hazme volver y volveré,
pues tú, Yahveh, eres mi Dios. Porque luego de desviarme, me arrepiento,
y luego de darme cuenta, me golpeo el pecho,
me avergüenzo y me confundo
luego, porque aguanto el oprobio de mi mocedad." ?Es un hijo tan caro para mí Efraím,
o niño tan mimado,
que tras haberme dado tanto que hablar,
tenga que recordarlo todavía?
Pues, en efecto, se han conmovido mis entrañas por él;
ternura hacia él no ha de faltarme
- oráculo de Yahveh -. Plántate hitos,
ponte jalones de ruta,
presta atención a la calzada
al camino que anduviste.
Vuelve, virgen de Israel,
vuelve a estas ciudades. ?Hasta cuándo darás rodeos,
oh díscola muchacha?
Pues ha creado Yahveh una novedad en la tierra:
la Mujer ronda al Varón.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Jeremías es el profeta de la ternura de Dios. Va a buscar a su pueblo, que conoce desde siempre y al que ama con un amor eterno, un amor que tiene el rostro de un amor conyugal (Dios, marido de Israel) o bien de un amor paterno (Dios, padre de Israel). Lo que en cualquier caso está claro es que el pueblo de Israel no camina solo por los senderos de la historia. El Señor lo precede como un padre y como un esposo. Durante la larga marcha por el desierto hacia la tierra de Canaán, el pueblo seguía la nube, el guía seguro que daba a todos un cobijo seguro, día y noche. También los hijos del Evangelio de Jesús saborean la compañía del Señor resucitado y encuentran en él al Maestro que les precede, que les habla al corazón y que les da descanso y paz. La fe es la respuesta al amor del Señor por cada uno de nosotros: ?Tú, Señor, eres mi Dios? (v.18). En su simplicidad, estas palabras manifiestan el sentimiento básico, la oración del hombre y la mujer que viven la amistad con el Señor. En aquellas palabras está ya la invocación del apóstol Tomás ante el Resucitado: ?Señor mío y Dios mío? (Jn 20,28). Pero Jeremías es el profeta del dolor del pueblo, del dolor de Raquel, la madre de Israel, que llora por sus hijos deportados o muertos. ?Cómo no ver en aquel llanto el dolor de muchas mujeres por sus hijos secuestrados o asesinados a causa de las guerras, de las enfermedades y del hambre? Este llanto no deja indiferente al Señor. Él, por su misericordia, escucha el grito de sus hijos y el de los pobres. El salmista canta: ?Librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, salvará la vida de los pobres? (Sal 72,12-13). Hay una esperanza para el dolor de aquella mujer, de las numerosas madres del mundo que todavía hoy ven a sus hijos asesinados, y para el dolor del mundo: el amor de Dios que no abandona a sus criaturas. Y en este camino secaremos las lágrimas de muchos hombres y mujeres heridos por el dolor.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.