Recuerdo de la virgen María, venerada en Argentina como Nuestra Señora de Luján. Leer más
Recuerdo de la virgen María, venerada en Argentina como Nuestra Señora de Luján.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Juan 6,44-51
?Nadie puede venir a mí,
si el Padre que me ha enviado no lo atrae;
y yo le resucitaré el último día. Está escrito en los profetas:
Serán todos enseñados por Dios.
Todo el que escucha al Padre
y aprende,
viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre;
sino aquel que ha venido de Dios,
ése ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo:
el que cree, tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto
y murieron; este es el pan que baja del cielo,
para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo.
Si uno come de este pan, vivirá para siempre;
y el pan que yo le voy a dar,
es mi carne por la vida del mundo.?
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Evangelio sigue presentándonos el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Al principio del pasaje Jesús deja claro que nadie puede comprender su misterio sin la fe que el Padre mismo concede. La fe, por lo tanto, no es el fruto del esfuerzo de los hombres que quizá se empeñan en practicar una vida virtuosa. La fe tiene su comienzo en Dios. Jesús dice: "Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae". Este venir a Jesús no es una cuestión puramente intelectual y ni siquiera tiene las características de un grupo organizado para alguna finalidad. Se va a Jesús con la atracción de la mente y el corazón, con la convicción y la pasión. La fe es una cuestión de amor total, de compromiso de participación, y esto sucede de maneras diversas, pero todas requieren un encuentro con Jesús que puede ser mediado por un hermano, una hermana, un pobre, una experiencia de oración y también por la escucha del Evangelio. La cita libre que Jesús hace del profeta Isaías (54,13): "Todos tus hijos serán discípulos de Yahvé", recuerda la primacía de la escucha en el ámbito de la fe. Jesús sugiere que el encuentro con Dios tiene un camino privilegiado en una escucha disponible de su Palabra. En sus palabras, de hecho, hay una fuerza atractiva: estas expanden la mente y el corazón, introducen en el gran diseño de Dios para el mundo, nos acercan a Jesús, a su corazón, a su mente, nos permiten participar en la acción misma de Jesús entre los hombres. Por esto afirma: “Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí", es decir, descubre el sentido de la vida y recibe el alimento que sostiene sin hacer vacilar o debilitar. Verdaderamente es difícil pensar que Dios pueda presentarse a través de la debilidad de las palabras del Evangelio, que su amor pueda tocarse a través del amor de sus hijos. Puede parecer más natural buscar en otro lugar, en certezas aparentemente mucho más sólidas, el alimento para nuestra vida, las certezas y los afectos que pueden garantizar felicidad y apoyo. En realidad, es una ilusión , todos conocemos la limitación y la debilidad de las cosas humanas. Mucho mejor es confiar en un Dios que eligió las palabras de un hombre para manifestar su Palabra, que eligió los signos sacramentales débiles para concedernos su fuerza. No hay necesidad de esfuerzos sobrehumanos para ser capaces de entender las cosas del cielo. Quien quiera conocer a Dios debe conocer a su Hijo. Jesús explica que nadie ha visto al Padre, sino él, y dirá a Felipe: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14,9). Quien quiera entender el misterio de Dios, debe encontrar a Jesús, debe dejarse tocar el corazón por su Palabra, por el Evangelio. El que escucha esta palabra es atraído por Dios y recibe el pan de la eternidad, como Jesús dice claramente: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed". Es el misterio que vivimos cada vez que participamos en la Liturgia Eucarística donde se abren los ojos del corazón como a los dos discípulos. Es la manera que tienen los creyentes de encontrar al Resucitado.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.