Recuerdo de san Bonifacio, obispo y mártir. Anunció el Evangelio en Alemania y fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía (+754) Leer más
Recuerdo de san Bonifacio, obispo y mártir. Anunció el Evangelio en Alemania y fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía (+754)
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Juan 17,20-26
No ruego sólo por éstos,
sino también por aquellos
que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno.
Como tú, Padre, en mí y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste,
para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí,
para que sean perfectamente uno,
y el mundo conozca que tú me has enviado
y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre,
los que tú me has dado,
quiero que donde yo esté
estén también conmigo,
para que contemplan mi gloria,
la que me has dado,
porque me has amado
antes de la creación del mundo. Padre justo,
el mundo no te ha conocido,
pero yo te he conocido
y éstos han conocido
que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre
y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos
y yo en ellos.?
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Esta página evangélica nos trae la tercera y última parte de la "oración sacerdotal" de Jesús. Los momentos dramáticos de la pasión están ya a las puertas. Jesús levantó los ojos hacia el Padre y oró con pasión por aquel pequeño grupo de discípulos, para que no se perdiera y, en cambio, pudiera continuar su misión de salvación. Su mirada, pues, va más allá de aquella sala y de aquella hora y llega a incluir a todos aquellos que en el tiempo venidero y en cualquier lugar de la tierra creerán en el Evangelio a través de la predicación apostólica. Las paredes del cenáculo parecen abrirse y ante los ojos de Jesús aparece una numerosa multitud de hombres y mujeres provenientes de todos los rincones de la tierra que esperan consuelo y paz. Jesús reza por ese extenso pueblo y le pide al Padre: "Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado". Jesús pide que sean una verdadera fraternidad de hombres y mujeres, de sanos y enfermos, de pequeños y grandes. Sabe que el espíritu de división, propio del demonio, los destruiría. Y no importa cómo se viste el demonio. Todo lo que divide es inspiración suya. El peligro de la división es tan grave que Jesús lanza una oración ambiciosa, alta, casi imposible: le pide al Padre que sus discípulos tengan entre ellos la misma unidad que existe entre ellos dos. Jesús dice: " Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno". El amor "exagerado" ?pero lleno de realismo? de Jesús pide lo imposible, porque sabe que el Padre ama, sin ponerse ningún límite. Por otra parte, precisamente el amor exagerado es lo que caracteriza a los discípulos de Jesús y los hace creíbles en el mundo. Los hombres y mujeres de cualquier generación ?afirma Jesús? creerán en el Evangelio en la medida en la que los discípulos manifiesten el amor mutuo. Jesús establece una relación directa entre el amor de los discípulos y la comunicación del Evangelio. Sin el testimonio del amor mutuo no puede existir la misión cristiana, no puede existir la evangelización. Debemos ser más honestos y preguntarnos si realmente somos fermento de amor, de unidad, de solidaridad y de comunión. No hay que subestimar el riesgo de individualizar también el cristianismo ya que, por el contrario, a menudo es una realidad muy extendida. Por eso la misión muchas veces es débil y poco incisiva. Al inicio de este nuevo milenio es urgente reactivar el trabajo misionero de comunicar el Evangelio por doquier, pero la predicación debe empezar con el testimonio concreto de aquel amor evangélico que nos hace mirar a los demás y no a nosotros mismos, a gastar nuestra vida por el Evangelio y no por nuestro beneficio. Quien experimenta la belleza de este amor sabe que nada podrá romperlo. Ni siquiera la muerte. Y la unidad entre los discípulos es la profecía de la Iglesia al resignado mundo contemporáneo. No hay ninguna organización, ni siquiera la técnicamente más perfecta, que pueda sustituir el amor entre los hermanos. Ese es también hoy el secreto de la eficacia de la misión de la Iglesia.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.