Fiesta del Cristo negro de Esquipulas, en Guatemala, venerado en todo Centro América. Leer más
Fiesta del Cristo negro de Esquipulas, en Guatemala, venerado en todo Centro América.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hebreos 3,7-14
Por eso, como dice el Espíritu Santo: Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la Querella, el día de la provocación en el desierto, donde me provocaron vuestros padres y me pusieron a prueba, aun después de haber visto mis obras durante cuarenta años. Por eso me irrité contra esa generación y dije: Andan siempre errados en su corazón; no conocieron mis caminos. Por eso juré en mi cólera: ?No entrarán en mi descanso! ?Mirad, hermanos!, que no haya en ninguno de vosotros un corazón maleado por la incredulidad que le haga apostatar de Dios vivo; antes bien, exhortaos mutuamente cada día mientras dure este hoy, para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado. Pues hemos venido a ser partícipes de Cristo, a condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este pasaje de la Carta a los Hebreos comienza citando la segunda parte del salmo 95 que condena la sordera del pueblo de Israel durante los años del éxodo en el desierto. En realidad, el salmo empieza como un canto de invitación a entrar en el santuario: ?Venid, cantemos gozosos al Señor, aclamemos a la Roca que nos salva; entremos en su presencia dándole gracias, aclamándolo con salmos. Entrad, rindamos homenaje inclinados, ?arrodillados ante el Señor que nos creó!? (Sal 95, 1-6). Tal vez el autor quería subrayar que el nuevo pueblo de los discípulos ya ha entrado en la casa del Señor y, por tanto, escucha más la Palabra de Dios y no endurece su corazón como hicieron los judíos en Masá y Meribá. Se podría decir que, como la misericordia de Dios por nosotros ha sido mayor que la que tuvo el pueblo de Israel en el desierto, también nuestra disponibilidad para escuchar la Palabra del Señor debe estar bien dispuesta. Cierto es que de la escucha del Evangelio depende la entrada en la casa del Señor y permanecer allí como familiares. El autor de la Carta no solo pide no alejarse de Dios, es decir, seguir escuchando su Palabra, sino que nos invita a exhortanos ?unos a otros cada día [?] para que ninguno de vosotros se endurezca seducido por el pecado?. Hay una gran sabiduría pastoral en esta indicación: solo una fraternidad efectiva y cotidiana garantiza el seguir siendo discípulos. El autor sagrado se dirige a toda la comunidad: todos los ?hermanos? tienen la responsabilidad de estar atentos unos de otros y de preocuparse sobre todo de los que ya no prestan atención a la voz de Dios. No solo algunos están llamados a la responsabilidad hacia los otros. Todos, cada cristiano, está llamado a mantener los ojos abiertos hacia el hermano para que no se pierda. En ese sentido se podría decir que a todo discípulo se le confía la ?paráclisis?, es decir, el poder de consolar a los hermanos para impedir la ?esclerosis? del corazón, ese endurecimiento que amarga al hombre y lo vuelve descontento y egocéntrico. En efecto, no es posible ser discípulos de Jesús por cuenta propia o separados de los hermanos: únicamente se es discípulo si se escucha la Palabra de Dios junto a los demás. De hecho, en la escucha común de las Escrituras el mismo Espíritu Santo habla y edifica en un solo cuerpo a los que lo escuchan. La continuidad de la escucha convierte en discípulos a los que acogen en el corazón la Palabra sembrada en ellos. Y el ?hoy? que la Carta invoca es la vida cotidiana iluminada por el Evangelio. Así entramos en el descanso que el Señor concede a sus fieles. Exhortarse unos a otros, sostenerse mutuamente y rezar juntos los unos por los otros edifica la comunidad como familia de Dios capaz de acoger y consolar.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.