Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Juan 14,27-31a
Os dejo la paz,
mi paz os doy;
no os la doy como la da el mundo.
No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho:
"Me voy y volveré a vosotros."
Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre,
porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda,
para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros,
porque llega el Príncipe de este mundo.
En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre
y que obro según el Padre me ha ordenado.
Levantaos. Vámonos de aquí.?
Aleluya, aleluya, aleluya.
He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este pasaje del Evangelio se abre con la entrega de la paz a sus discípulos: “Os dejo la paz, mi paz os doy”. Jesús comprende bien que separarse de él, después de tres años de amistad intensa, es difícil y doloroso para aquellos discípulos. Ya les ha prometido el don del Espíritu: “Os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” y entonces les da su paz, aquella paz mesiánica que recoge toda bendición de Dios. No es una paz cualquiera, sino la que él mismo vive y que nace de la confianza con el Padre, de la certeza de no estar solos, de la confianza de no ver nunca faltar el apoyo y el consuelo de Dios. Es un legado que solo los discípulos tienen y del que deben dar testimonio al mundo. Por ello les exhorta a no acobardarse, a no turbarse. Repite las palabras que ya les ha dicho: “Me voy y volveré a vosotros”, y añade que deberían incluso alegrarse de que él se vaya al Padre. Parecen palabras difíciles de entender. ?Cómo pueden estar contentos sabiendo que el amigo más querido, el que les ha salvado de una vida sin sentido, se va? La verdad es que Jesús quiere prepararles para el misterio de su Pascua y su ascensión al cielo. De hecho, estar a la “derecha del Padre” no significa alejarse de ellos y del mundo, al contrario, el Señor estará más cerca de ellos, estén donde estén, y nunca dejará a ninguno solo. Los discípulos se dispersarán por los caminos del mundo para comunicar el Evangelio, pero él les acompañará en todas partes sosteniéndoles con su misma fuerza. Por supuesto, el Príncipe del mal, el diablo, trabaja para que se rompa el vínculo de amor entre Jesús y los suyos. Sin embargo, la muerte de Jesús, aunque sea obra del mal, es ante todo la elección del Hijo, que da su vida por amor para la salvación de todos. Por tanto, la partida física de Jesús, no es fruto de una traición, como aquellas a las que estamos acostumbrados. ?Cuántos vínculos se rompen, cuántas separaciones se producen entre los hombres! La “partida” de Jesús al Padre es el signo de un amor más grande, el del Hijo hacia el Padre del cielo: “Ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado”. En el camino de esta obediencia a Dios es donde los discípulos descubren la perennidad del amor.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.