Recuerdo de san Romualdo (950-1027), anacoreta y padre de los monjes camaldulenses. Leer más
Recuerdo de san Romualdo (950-1027), anacoreta y padre de los monjes camaldulenses.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Segunda Corintios 11,18.21-30
Ya que tantos otros se glorían según la carne, también yo me voy a gloriar. Para vergüenza vuestra lo digo; ?como si nos hubiéramos mostrado débiles...! En cualquier cosa en que alguien presumiere - es un locura lo que digo - también presumo yo. ?Que son hebreos? También yo lo soy. ?Que son israelitas? ?También yo! ?Son descendencia de Abraham? ?También yo! ?Ministros de Cristo? - ?Digo una locura! - ?Yo más que ellos! Más en trabajos; más en cárceles; muchísimo más en azotes; en peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias. ?Quién desfallece sin que desfallezca yo? ?Quién sufre escándalo sin que yo me abrase? Si hay que gloriarse, en mi flaqueza me gloriaré.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Pablo reta a sus oponentes, aquellos judeocristianos que minaban su autoridad en la comunidad de Corinto alardeando de su pureza judía y, por tanto, de su superioridad respecto de la predicación del apóstol. Pablo no se avergüenza de gloriarse ante aquellos que, elogiando su sabiduría, destruían la comunidad. El apóstol se da cuenta de que empieza un discurso de autodefensa que podría sonar ambiguo. De hecho, gloriarse es siempre una manera de exaltarse a uno mismo, es siempre una expresión de un protagonismo que quiere imponerse a los demás. El orgullo lleva a menudo a tener una idea alta de uno mismo. Por eso dice que quiere hablar como “fatuo” para que los corintios acepten su autodefensa, que es defensa del Evangelio que él predica y no defensa de él mismo. El orgullo de Pablo muestra por una parte su debilidad y por otra la fuerza del Señor. Pablo no es inferior a sus oponentes, a los que llama irónicamente "superapóstoles". Él es de origen hebreo, pertenece a Israel y es hijo de Abraham y heredero de la promesa mesiánica. Está orgulloso de ser hebreo y de haber crecido en la escuela de uno de los principales sabios de la época: Gamaliel. Si este es el orgullo de sus orígenes, mucho más elevado es el orgullo de pertenecer a Cristo. El apóstol escribe a la comunidad que él es ministro de Cristo de manera mucho más alta que sus opositores. Ya les había escrito a propósito de los demás apóstoles: “He trabajado más que todos ellos” (1 Co 15,10). Ahora puede afirmarlo con una fuerza aún mayor respecto a aquellos falsos profetas que por desgracia estaban esclavizando (v. 20) a los corintios. Aquí el apóstol con extraordinaria pasión enumera lo que ha sufrido por anunciar el Evangelio que se le había revelado. Las reivindicaciones de Pablo no son para gloriarse, sino para reafirmar la paternidad sobre la comunidad que corría el riesgo de perderse. Se ve una vez más el apasionado amor de Pablo por la comunidad de Corinto. Para salvarla hace frente incluso el peligro de la soberbia, el riesgo de parecer parcial y pretencioso. La larga lista de los peligros soportados contrasta con la ligereza de los corintios, y también contrasta con la reticencia que también nosotros tenemos en trabajar por el Evangelio sobre todo cuando nos pide renuncias y sufrimientos. Aun así, en toda esta larga lista de dolores y de dificultades, el apóstol se recuerda a sí mismo, a los corintios y también a nosotros, que el Señor fue quien le apoyó y le ayudó. Y por eso puede decir: “Si hay que gloriarse, en mi flaqueza me gloriaré” (v. 30). A partir de esta conciencia se puede reconocer al verdadero apóstol y al genuino servidor de Cristo. El orgullo del apóstol, el orgullo de cada uno de nosotros, radica en nuestra debilidad, porque en ella se manifiesta la gracia y la fuerza del Señor.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.