Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra
a los hombres de buena voluntad.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Primera Juan 4,11-18
Queridos,
si Dios nos amó de esta manera,
también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca.
Si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros
y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos
que permanecemos en él y él en nosotros:
en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto
y damos testimonio
de que el Padre envió a su Hijo,
como Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios,
Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido
el amor que Dios nos tiene,
y hemos creído en él.
Dios es Amor
y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él. En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros:
en que tengamos confianza en el día del Juicio,
pues como él es, así somos nosotros en este mundo. No hay temor en el amor;
sino que el amor perfecto expulsa el temor,
porque el temor mira el castigo;
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Juan escribe a los cristianos dando el motivo del amor recíproco: "si Dios nos ha amado de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros". El amor entre los cristianos no es un amor cualquiera; debe tener la misma calidad, la misma naturaleza, la misma pasión que el amor que Dios siente por nosotros. En definitiva, Dios es la medida del amor, también del amor recíproco. Pero, ?cómo es posible vivir un amor así, podríamos preguntarnos, si "a Dios nadie le ha visto nunca"? Continuando con su Carta, Juan confirma que "A Dios nadie le ha visto nunca", pero añade: "Si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a la perfección". En el Prólogo del cuarto Evangelio, el evangelista escribe: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (1,18). Es Jesús quien nos ha revelado el rostro del Padre. Y, en efecto, mirando a Jesús podremos decir con plena razón: "Jesús es amor". En efecto, todo en él habla de un amor que no conoce ningún límite. En esta Carta Juan escribe que si nos amamos los unos a los otros moramos en Dios. No dice que veremos a Dios, sino que estamos en él como en una morada, como en su casa. A Dios lo veremos "cara a cara" al final de los días, pero desde ahora podemos habitar con él. Y el amor es la casa en la que habitamos, o mejor dicho, en la que hemos sido llamados a vivir. Es el Señor quien nos abraza y nos rodea con su misericordia, con su amor. El Espíritu enviado por el Padre nos une a Él y con los hermanos. Si permanecemos en este amor que hemos recibido como don, entonces podremos observar su palabra y amarnos unos a otros. Y esta es la perfección. No somos perfectos por estar sin mancha, sino porque nos dejamos abrazar por el amor de Dios. Juan concluye que este amor nos libra de todo miedo, de todo temor. En efecto, Dios no es un juez severo sino un Padre que nos ama hasta dar a su mismo Hijo por nosotros.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.