Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Primera Corintios 15,12-20
Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ?cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ?somos los más dignos de compasión de todos los hombres! ?Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El apóstol hasta ahora ha querido poner orden en la comunidad de Corinto: ha resuelto algunas cuestiones morales y ha dispuesto algunas reglas de comportamiento incluso en las asambleas litúrgicas. Ahora afronta el misterio central de la fe que es también el corazón de la celebración litúrgica, a la que el apóstol presta en esta carta una particular atención: el misterio de la resurrección de Jesús. Es el corazón del Evangelio que Pablo ha anunciado. Al inicio del capítulo 15 afirma: "Quiero traeros a la memoria el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el que permanecéis firmes; y el que os salvará" (15,1). Y prosigue diciendo: "si lo guardáis tal como os lo prediqué" (15,2). La fe cristiana también es, en su contenido, un don que se recibe. Su centro es la resurrección de Jesús con su cuerpo. El apóstol carga con vehemencia contra quien afirma que "no hay resurrección de los muertos" (v. 13), pues de ser así tampoco Jesús habría resucitado y, por consiguiente, serían vanos tanto el Evangelio como la fe. La salvación, sin embargo, es precisamente eso: Jesús ha resucitado de los muertos y se ha convertido en el primogénito, la "primicia de los que murieron", es decir, el primero de los hijos de Dios que se despierta a la vida y que alcanza la plena salvación. Jesús la anticipó a los discípulos cuando, después de la Pascua, estuvo con ellos durante cuarenta días. Los discípulos pudieron ver con sus propios ojos que Jesús, que había sido crucificado, había resucitado y había derrotado a la muerte. Desde aquella mañana de Pascua los discípulos, todavía presa de la incredulidad, pudieron constatar que la muerte ya no tenía el poder definitivo. Jesús había derrotado a la muerte. Y si "la cabeza" del cuerpo había resucitado, también los otros miembros, los discípulos, iban a resucitar de la muerte. Los discípulos de Jesús, los discípulos de todos los tiempos, incluidos nosotros, caminamos hacia el cumplimiento de la resurrección que llegará al final de los tiempos cuando Dios será todo en todos. Es el misterio que celebramos cada domingo en la eucaristía. La Iglesia, después de la consagración, nos hace decir: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús". Vivamos ya ahora lo que viviremos plenamente al final de los tiempos.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.