ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Iglesia

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las Iglesias ortodoxas.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 19 de enero

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las Iglesias ortodoxas.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 39 (40), 7-10.17

7 No has querido sacrificio ni oblación,
  pero me has abierto el oído;
  no pedías holocaustos ni víctimas,

8 dije entonces: ?Aquí he venido?.
  Está escrito en el rollo del libro

9 que debo hacer tu voluntad.
  Y eso deseo, Dios mío,
  tengo tu ley en mi interior.

10 He proclamado tu justicia
  ante la gran asamblea;
  no he contenido mis labios,
  tú lo sabes, Señor.

17 ¡En ti gocen y se alegren
  todos los que te buscan!
  ¡Digan sin cesar: ?Grande es el Señor?
  los que ansían tu victoria!

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la liturgia nos hace rezar con las palabras de la parte central del salmo 39. La Carta a los Hebreos que estamos escuchando estos días evoca este salmo. Las palabras de los versículos que hoy meditamos siguen el “cántico nuevo” del creyente que en la asamblea canta a Dios su acción de gracias: “Puso en mi boca un cántico nuevo, una alabanza a nuestro Dios” (v. 4) y descubre la bienaventuranza que nace de la escucha de las palabras del Señor: “Dichoso será el hombre que pone en el Señor su confianza, y no se va con los rebeldes que andan tras los ídolos” (v. 5). Estas palabras manifiestan la bienaventuranza del creyente que confía en el Señor y en su Palabra. Es una confianza que lleva al creyente a ser familiar de Dios, amigo suyo, hasta poder hablar libremente con Él y decirle con audacia: “¡no te retrases, Dios mío!” (v. 18). La amistad con Dios, que quiere decir donar el corazón al Señor, le hace comprender que la relación con el Señor no es una cuestión exterior, hecha de ritos y prácticas religiosas, sino una cuestión de corazón, de amor, de fidelidad y de pasión. Con sabiduría espiritual el salmista dice: “No has querido sacrificio ni oblación, pero me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: ?Aquí he venido?” (v.7). Estas palabras han sido acogidas por la Carta a los Hebreos que en estos días se nos anuncia en la Liturgia. Se aplican a Jesús pero expresan la relación que el creyente debe tener con su Señor. Él no quiere sacrificios de animales o de cosas, sino la disponibilidad a su voluntad. Y Jesús es el ejemplo de esta obediencia. También Jesús cantará estas palabras del salmo: “Está escrito en el rollo del libro que debo hacer tu voluntad. Y eso deseo, Dios mío, tengo tu ley en mi interior” (vv. 8-9). En varias ocasiones Jesús ha repetido en los Evangelios que él había venido no para hacer su voluntad sino la del Padre. Y pide a los discípulos que vivan esta misma obediencia. Les exhorta a rezar así: “Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad” (Mt 6, 9-10). Los discípulos son exhortados a salir de ellos mismos para concentrarse hacia el Padre, para acoger y vivir su sueño para el mundo. La voluntad de Dios, en efecto, es que todos los hombres vivan en la paz. Esta es la razón de la misión misma de Jesús. También nosotros debemos cantar con el salmista: “He proclamado tu justicia ante la gran asamblea; no he contenido mis labios, tú lo sabes, Señor” (v. 10). Jesús nunca ha cesado de comunicar el Evangelio del Reino y nunca se ha olvidado de seguir la voluntad de su Padre.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.