ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 27 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 31 (32), 1-2.5-8

1 ¡Dichoso al que perdonan su culpa
  y queda cubierto su pecado!

2 Dichoso el hombre a quien el Señor
  no le imputa delito,
  y no hay fraude en su interior.

5 Reconocí mi pecado
  y no te oculté mi culpa;
  me dije: ?Confesaré
  al Señor mis rebeldías?.
  Y tú absolviste mi culpa,
  perdonaste mi pecado.

6 Por eso, quien te ama te suplica
  llegada la hora de la angustia.
  Y aunque aguas caudalosas se desborden
  jamás le alcanzarán.

7 Tú eres mi cobijo,
  me guardas de la angustia,
  me rodeas para salvarme.

8 ?Voy a instruirte, a mostrarte el camino a seguir;
  sin quitarte los ojos de encima, seré tu consejero?.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos propone nuevamente, a distancia de pocos días, algunos versículos del salmo 31, y lo une a la lectura del libro del Eclesiástico, que invita al pecador a volver a Dios: “Conviértete al Señor y abandona tus pecados, suplica ante su rostro y quita los obstáculos. Vuélvete al Altísimo y apártate de la injusticia, detesta de corazón la iniquidad (17, 25-26). El salmista canta la alegría, la dicha del pecador que ha recibido el perdón. El texto define el perdón con tres verbos. El pecado “es perdonado”, literalmente “es quitado”: el pecado, que era como un peso que cargábamos sobre nuestras espaldas, Dios nos lo ha quitado. A continuación el pecado “queda cubierto”, es decir, Dios lo esconde tanto a sus ojos como a los nuestros, lo que significa que Dios lo ha cancelado. Escribe San Ambrosio: “La expresión cubrir el pecado se aplica a quien es perdonado, porque él lo cancela por completo y considera que nunca ha existido”. Y finalmente el pecado ya no se “imputa”, es decir, deja de figurar en la lista de obras del pecador. El profeta Isaías escribe: “Así fueren vuestros pecados rojos como el carmesí, cual la lana quedarán” (Is 1, 18). El salmista contrapone la alegría del que abre su corazón a Dios y recibe su perdón a la angustia del que permanece replegado en sí mismo y no se confía al Señor. “Guardaba silencio ?escribe el salmista- y se consumía mi cuerpo, cansado de gemir todo el día, pues descargabas día y noche tu mano sobre mí; mi corazón cambiaba como un campo que sufre los ardores del estío” (vv. 3-4). Subrayando su silencio (“guardaba silencio”) el salmista nos recuerda el instinto que habita en cada uno de nosotros de esconder nuestro pecado a Dios, a los demás e incluso a nosotros mismos, pensando de esa manera, si no apartarlo al menos edulcorarlo. En realidad el pecado no se puede apartar, sólo puede ser perdonado y cancelado. Fingir no verlo, o peor, quererlo justificar, significa permanecer en la mentira. Y la mentira hace vivir mal: pesa, aprisiona y reseca el alma como bien dice el salmista: “Mi corazón cambiaba como un campo que sufre los ardores del estío”. En ese sentido se puede entender el vínculo que subraya el salmista entre el pecado y la enfermedad, el pecado y los males que nos suceden. El salmo viene a decir que el pecado no es una dimensión abstracta y vacía; al contrario, incide sobre la vida, condiciona los comportamientos, aprisiona el corazón. No es posible dejarlo de lado sin un cambio real del corazón. El salmista, que ha comprendido todo eso, decide confesar a Dios su pecado: “Reconocí mi pecado y no te oculté mi culpa” (v. 5). Si la mentira reseca, la sinceridad ante Dios hace revivir: no debes fingir ya más ante ti mismo, ni ante Dios, ni ante los demás, y te sientes libre. Reconocer el propio pecado, y por tanto confesarlo a Dios, no es un gesto humillante sino un acto de verdad; no rebaja la dignidad sino que la exalta. Pedir perdón no es una fría humillación, ni tampoco un menoscabo para la dignidad, sino reconocer al Señor como un Padre que comprende la fragilidad de sus hijos y que perdona con generosidad: “Me dije: ?Confesaré al Señor mis rebeldías?. Y tú absolviste mi culpa, perdonaste mi pecado” (v. 5). Un antiguo sabio cristiano, Casiodoro, escribía: “Leamos este salmo con atención, y sintamos remordimiento en el corazón. De hecho, ?sobre qué salmo es más justo reflexionar con la máxima atención sino aquél en el que los pecados son perdonados por las palabras de un Juez así? El salmo tiene esta característica especial y única: que mientras los demás salmos penitenciales en su discurso exultan según el impulso de un arrepentimiento venido del cielo, únicamente en este el Señor promete misericordia y alegría”. El salmista, que ha vivido la experiencia del pecado y de la consiguiente vida triste de mentiras, con el perdón reencuentra la libertad. Por ello desde el principio exclama: “¡Dichoso al que perdonan su culpa y queda cubierto su pecado! Dichoso el hombre a quien el Señor no le imputa delito, y no hay fraude en su interior” (v. 2).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.