Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Salmo 118 (119), 129-135
129 Tus dictámenes son maravillas,
por eso los guarda mi alma.
130 Al manifestarse, tus palabras iluminan,
dando inteligencia a los sencillos.
131 Abro bien mi boca y hondo aspiro,
que estoy ansioso de tus mandatos.
132 Vuélvete a mí y tenme piedad,
como es justo con los que aman tu nombre.
133 Afirma mis pasos en tu promesa,
que no me domine ningún mal.
134 Rescátame de la opresión humana,
y yo tus ordenanzas guardaré.
135 Haz brillar tu rostro sobre tu siervo,
y enséñame tus preceptos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.
Aleluya, aleluya, aleluya.
La liturgia pone en nuestra boca algunos versículos del largo Salmo 118, el más largo del Salterio. Bonhoeffer, el gran espiritual del siglo pasado, escribía que en este largo salmo cantamos una sola cosa: el amor por la Palabra de Dios. Y añadía que del mismo modo que ese amor nunca termina, tampoco terminan nunca las palabras que lo cantan. ?Estas palabras ?continuaba diciendo? pueden acompañarnos toda nuestra vida y en su simplicidad se convierten en oración del niño, del hombre y del anciano?. Nada se puede comparar a la sabiduría que podemos adquirir a través de la meditación y la práctica de la Palabra de Dios. Esta Palabra, que se confía a la comunidad de los creyentes, es como aquella pequeñísima semilla de la que habla el Evangelio: debe crecer y llegar a ser un árbol de sabiduría que nos convierte en fieles seguidores del Señor y comunicadores de su amor. El salmista, justo antes de los versículos que hoy meditamos, canta: ?También yo amo tus mandamientos, más que el oro, que el oro fino. También yo me guío por tus preceptos y aborrezco el camino de la mentira? (vv. 127-128). Y empieza alabando las enseñanzas de Dios: ?Tus dictámenes son maravillas, por eso los guarda mi alma? (v. 129). Verdaderamente la Palabra de Dios contiene una sabiduría y una inteligencia que no se pueden comparar con ninguna otra sabiduría. La palabra del Señor ?canta el salmista? hace que sea más sabio ?que mis enemigos, que mis maestros y que los ancianos?. Efectivamente, escuchar con humildad la Palabra hace que crezca en el corazón de los fieles la sabiduría misma del Señor y hace que sean luz para los demás. Canta el salmista: ?Al manifestarse, tus palabras iluminan, dando inteligencia a los sencillos? (v. 130). El salmista presenta la Palabra como el lugar donde se revela Dios, es decir, donde manifiesta su modo de pensar para que lo podamos comprender y comunicar a todos. Escribe el profeta Amós que Dios ?descubre al hombre cuál es su pensamiento? (Am 4,13). El Dios de la Biblia no está mudo. Él habla y hace que hablemos, como cuando la gente dice a propósito de Jesús: ?hace oír a los sordos y hablar a los mudos? (Mc 7,37). Hay una relación directa entre la Palabra de Dios y la palabra de los creyentes: del mismo modo que Dios no está mudo, tampoco los creyentes pueden quedarse mudos. El salmista reza: ?Abro bien mi boca y hondo aspiro, que estoy ansioso de tus mandatos? (v. 131). En la vida del creyente la Palabra de Dios debe convertirse en carne, en testimonio. Guardémonos de convertirla en algo vano. Por eso el salmista invoca: ?Afirma mis pasos en tu promesa, que no me domine ningún mal. Rescátame de la opresión humana y yo tus ordenanzas guardaré? (vv. 133-134). La Palabra de Dios manifiesta el corazón y el rostro del Señor. El creyente invoca: ?Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, y enséñame tus preceptos? (v. 135). Existe una especie de hilo conductor que une el rostro de Dios y su Palabra. Por eso quien acoge la Palabra de Dios hace brillar en su vida el rostro mismo de Dios. Quien vive de la Palabra tiene una luz en su corazón. Y es hermosa la oración de san Jerónimo ?gran conocedor de la Biblia? que proyecta al creyente que contempla la Palabra al encuentro ?cara a cara? con el Señor. Escribe: ?Confírmame con la imagen de tu gloria para que aquello que de tu palabra ahora veo en un espejo, pueda contemplarlo con certeza y plenitud?.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.