Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Marcos 8,11-13
Y salieron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole una señal del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: ??Por qué esta generación pide una señal? Yo os aseguro: no se dará, a esta generación ninguna señal.? Y, dejándolos, se embarcó de nuevo, y se fue a la orilla opuesta.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El evangelista Marcos continúa haciéndonos seguir a Jesús, que ha regresado a territorio judío. Allí, paradójicamente, esta vez son los fariseos los que van a su encuentro. Pero al contrario que los pobres y los débiles, que acuden para pedir ayuda y curación, los fariseos "comenzaron a discutir con él, pidiéndole un signo del cielo, con el fin de ponerle a prueba". Su intención es obstaculizar la acción de Jesús, y desacreditarlo todo lo posible ante la gente. Su preocupación revela en realidad el miedo que tienen de perder su poder. La seguridad de estar en posesión de la verdad volvía ciegos sus ojos y endurecía sus corazones: ven los milagros que realiza Jesús, escuchan sus palabras de misericordia, son testigos del entusiasmo que suscita entre la gente, pero sus ojos no llegan a leer en profundidad lo que Jesús está haciendo. Aun teniendo ojos no ven, teniendo oídos no oyen. Los signos que realizaba Jesús conducían al "signo" por excelencia, que era Jesús mismo. Pero eso era precisamente lo que los fariseos no veían, o no querían ver. Jesús, señala el evangelista, al escuchar su petición dio "un profundo gemido desde lo íntimo de su ser", como amargado por tanta dureza de corazón. Es precisamente la dureza del corazón la que impide leer en profundidad, espiritualmente, lo que está ocurriendo ante sus ojos. Ellos no aceptaban que un hombre tan bueno pudiera ser el Mesías salvador. Esa predicación y esos milagros que acercaban a los débiles y los pobres a Jesús, alejaban en cambio a los fariseos, que no querían ver la novedad del Evangelio. Sus ojos estaban apagados por sus prácticas y sus observancias, y no eran capaces de captar el sentido de los prodigios que Jesús estaba realizando entre la gente. Cuando uno se encierra en sus propios horizontes, cuando no se escucha la Palabra de Dios como una novedad para la propia vida; cuando uno no se conmueve ante los pobres y los débiles, es fácil ser como aquellos fariseos que permanecían ciegos ante la luz. Esta página evangélica cuestiona una religiosidad mezquina y avara. Marcos escribe que Jesús, irritado y molesto por la actitud de aquellos fariseos, "se embarcó de nuevo, y se fue a la orilla opuesta". Es lo que nos pide a nosotros: no perder el tiempo en discusiones estériles y pasar a la otra orilla, la de los pobres y las periferias. Están impacientes por recibir el Evangelio del amor.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.