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Liturgia del domingo
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XVIII del tiempo ordinario
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homil?a

Estos domingos, en los que muchos de nosotros hemos salido de nuestra ciudad para ir de vacaciones, el Evangelio de Lucas, semanalmente, nos ha hecho emprender otro viaje, el de Jes?s. Con ?l hemos atravesado ciudades y pueblos, hemos visto el elogio del centuri?n pagano que con pasi?n le suplica por la curaci?n de su criado (no se trata de un hijo o un familiar, sino -de ah? la consoladora extra?eza- de un criado); inmediatamente despu?s vimos la compasi?n de Jes?s por la viuda que llevaba al cementerio a su ?nico hijo, al que Jes?s le devuelve la vida. Y tambi?n hemos visto la alabanza del amor de aquella conocida prostituta que no deja de besar y perfumar los pies de Jes?s, para gran esc?ndalo de todos.
Y finalmente llega el momento en el que Jes?s conf?a a sus amigos que lo matar?n, pero resucitar?. Es el horizonte final que est? presente ya al inicio de su camino hacia Jerusal?n. Un horizonte marcado por el drama, pero Jes?s no huye. En lugar de eso o?mos que el evangelista dice que "se dirigi? con paso firme" hacia la ciudad santa. Es el mismo camino que se indica a todos los disc?pulos: un camino de paz, pero tambi?n de lucha; un camino para derrotar a la soledad, para socorrer a aquellos que quedan abandonados medio muertos a lo largo del camino, para detenerse como Mar?a, la hermana de Marta y de L?zaro, a los pies de Jes?s. El Se?or nos hace ser hijos hasta el punto de que supera la tradici?n de piedad jud?a y nos permite llamar a Dios con el nombre de Padre. Recorramos, aunque sea de manera breve, los pasajes evang?licos de los ?ltimos domingos: hacer memoria significa querer y comprender la sabidur?a que da seguir a Jes?s. El Evangelio de este decimooctavo domingo nos coloca en los puntos fundamentales de la vida de cada d?a. Empieza con la pregunta de dos hermanos que le piden a Jes?s que intervenga en una cuesti?n de herencia. ?Cu?ntos parientes, frente a un testamento, se miran con hostilidad, y quieren pasar por encima del otro para quedarse la mejor parte! Jes?s se niega a intervenir a ese nivel. ?l no es maestro de reparticiones. ?l interviene en los corazones y no en las herencias. El verdadero problema de aquellos dos hermanos no est? en las cosas, sino en sus corazones llenos de avaricia. Jes?s, dirigi?ndose a todos, dice: "mirad y guardaos de toda codicia, porque aunque alguien posea abundantes riquezas, ?stas no le garantizan la vida". Es como decir que la tranquilidad no depende de los bienes, aunque sean abundantes. Jes?s no quiere despreciar los bienes de la tierra; sabe que son ?tiles.
Pero quien basa su b?squeda de felicidad s?lo en los bienes, se equivoca gravemente; invierte err?neamente, y as? lo ilustra la par?bola siguiente. El protagonista es un rico propietario al que le han ido muy bien sus negocios. Debe incluso construir m?s torres para poner la ingente cosecha. El problema no est? en la producci?n de riqueza, obviamente, sino en el comportamiento del propietario. Para ?l acumular bienes para s? mismo -y como m?ximo para su familia- equivale a la tranquilidad y a la felicidad. Sin embargo ha hecho unos c?lculos absurdos, porque en sus previsiones ha pasado por alto lo m?s importante, la hora de la muerte. Ha pensado en sus d?as, pero no en el ?ltimo. Y todos sabemos que el d?a de la muerte s?lo nos llevaremos con nosotros el amor y el bien que hemos hecho. Dice el ap?stol Pablo en la carta a los Colosenses: "Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra" (3, 2). Las cosas de arriba no son las abstractas, son el amor y las buenas obras que hacemos en la tierra. Estas son las verdaderas riquezas que no se consumir?n ni pasar?n. Los bienes de la tierra pueden ser ?tiles para el cielo si se someten al amor y a la compasi?n. Si nuestros bienes est?n a disposici?n de los pobres y los d?biles, se convertir?n en riqueza verdadera para el cielo. Se podr?a decir que dar los bienes a los pobres significa ponerlos en el banco al m?ximo inter?s. Aquel que acumula, no para s? mismo sino para los dem?s, se enriquece ante Dios, asegura Jes?s. En nuestro mundo, donde acumular para uno mismo parece haberse convertido en la ?nica verdadera regla de vida, este Evangelio suena a esc?ndalo. En realidad es el camino m?s sabio para superar divisiones y choques, y para construir una vida m?s solidaria y m?s feliz.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.