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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homil?a

Juan ve venir hacia ?l a Jes?s. El Se?or no permanece distante, no espera, como con frecuencia les gusta hacer a los hombres; que sean los otros los que den el primer paso. Esperar puede parecer equilibrado, justo, prudente. ?Por qu? mostrarse vulnerable saliendo al encuentro? ?No expone eso a reacciones incontroladas? ?C?mo nos acoger?n? ?Por qu? yo y no ?l? La consideraci?n de uno mismo, temerosa del encuentro con el otro, induce a permanecer inm?viles. Jes?s no espera el momento oportuno, no se decide tan solo despu?s de haber verificado los resultados y estar seguro de la respuesta. Se humilla, viene al encuentro de cada uno tal como es, no se hace anunciar o preceder de signos imponentes. Los hombres a menudo buscan un encuentro extraordinario, y desprecian el encuentro concreto, lo humano, porque ello demanda vigilancia, sensibilidad, acogida. Jes?s viene, pero esto no es algo m?gico.
El encuentro entre Jes?s y Juan, aun siendo una experiencia particular e irrepetible, ha abierto el camino a tantos otros encuentros: podr?amos decir que traza sus rasgos fundamentales, hasta tal punto que se convierte en paradigm?tico. De hecho, inmediatamente despu?s, a este encuentro le siguen otros: con los dos disc?pulos de Juan, luego con Sim?n Pedro, despu?s con Felipe, con Natanael... y con todos los que en cada generaci?n escuchan la predicaci?n del Evangelio y lo acogen con el coraz?n, incluidos nosotros. El evangelista, con su estilo narrativo siempre cargado de simbolismo, se?ala que Juan "ve a Jes?s venir hacia ?l". Es Jes?s quien va hacia Juan, no al rev?s. No son los hombres los que salen al encuentro de Jes?s, es ?l quien viene a nuestro encuentro. Este es el misterio que hemos celebrado el d?a de Navidad, cuando Jes?s ha venido a habitar entre los hombres. Nosotros, por otra parte, estamos tan poco acostumbrados a ir al encuentro del Se?or que cuando el Hijo de Dios viene a esta tierra ni siquiera lo acogemos: "Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron" (Jn 1, 11). El ap?stol Pablo, por su parte, con gran claridad nos describe a quien toma la iniciativa del encuentro. Hablando de la encarnaci?n del hijo canta: "El cual, siendo de condici?n divina, no codici? el ser igual a Dios sino que se despoj? de s? mismo tomando condici?n de esclavo y se hizo semejante a los hombres" (Flp 2, 6-7). El Se?or Jes?s ha descendido hasta nosotros para habitar entre nosotros, para hacerse nuestro hermano, nuestro amigo y nuestro salvador.
El Bautista viendo a Jes?s dice: "Yo no le conoc?a". Si Juan, tan grande en el esp?ritu, afirma: "Yo no le conoc?a", ?cu?nto m?s debemos decirlo nosotros? Un poco antes el Bautista, dirigi?ndose a las multitudes, dice: "En medio de vosotros est? uno a quien no conoc?is" (Jn 1, 26). Tambi?n nosotros debemos asistir a la escuela del Bautista para darnos cuenta que Jes?s viene junto a nosotros. ?Pero c?mo? Es suficiente escuchar el Evangelio con el coraz?n; probemos y veremos al Se?or acercarse. Lo veremos como un "cordero que quita el pecado del mundo"; lo veremos como el que toma sobre s? nuestra fatiga, nuestra angustia, nuestras cruces, nuestras dudas, nuestras incertidumbres, nuestros pecados. Todos necesitamos conocer m?s profunda y personalmente su misterio de amor. ?Estamos tan al inicio de nuestro conocimiento de Jes?s! ?Qu? cierto sigue siendo para nosotros el reproche que Jes?s dirige con cierta amargura a Felipe: "?Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe?"! Es verdad, hemos escuchado poco. Lo hemos confundido con nuestras sensaciones; lo hemos reducido a una lecci?n y a un escriba; hemos cre?do que conoc?amos sus juicios y nos hemos defendido de su amor, mucho m?s grande que nuestro coraz?n; hemos despreciado la fuerza extraordinaria del Evangelio, escondi?ndola debajo del celem?n, confiando poco en esa luz que, como dice el profeta Isa?as, es para todas las naciones hasta los confines de la tierra. Hemos sido poco perseverantes, y de este modo no hemos conocido ni hemos mostrado a los dem?s a aquel que se revela en el camino, a quien se conoce sigui?ndole, en la compa??a. Juan insiste dirigi?ndose a las multitudes: "En medio de vosotros est? uno a quien no conoc?is". ?l contempla a quien salvar? a tantos, que tomar? sobre sus hombres el pecado del mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.