ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XVIII del tiempo ordinario
Recuerdo del patriarca Abrah?n. En la fe parti? hacia una tierra que no conoc?a, una tierra que Dios le hab?a prometido. Por esta fe es llamado padre de los creyentes, hebreos, cristianos y musulmanes.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homil?a

"Har? el Se?or a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos... consumir? a la Muerte definitivamente. Enjugar? el Se?or las l?grimas de todos los rostros, y quitar? el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra." Es el sue?o del gran profeta Isa?as, que hemos escuchado este domingo (Is 25, 6-10). En otro pasaje escribe: "Caminar?n las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada. Alza los ojos entorno y mira: todos se re?nen y vienen a ti" (Is 60, 3-4). Las palabras del profeta van m?s all? de su tiempo y responden a un sue?o escrito en lo m?s profundo del coraz?n de los hombres y mujeres de todas las generaciones, de todos los lugares, de todas las creencias: muchos necesitan una vida pacificada; muchos desean ir hacia un nuevo futuro; todos deben salir de una situaci?n de oprobio.
Dice el profeta que el banquete ya est? preparado, y lo ha preparado el Se?or. Es otro modo de decir que la vida, la paz, la fraternidad ya est?n preparadas. El Se?or nos las da. No est?n tan lejos como para que debamos desesperarnos por tenerlas, ni son tan inalcanzables que debamos caer en el des?nimo. Est?n a nuestro alcance. El verdadero problema es nuestra negativa de acoger la invitaci?n y de ir hacia aquel monte para participar en el banquete de la vida y de la paz. Nosotros, preocupados solo por nuestras cosas, no atendemos a la invitaci?n que recibimos y despreciamos los dones que se nos proponen. La defensa de nuestros intereses personales a toda costa y a cualquier precio nos aleja de la paz y de la fraternidad. En ese sentido, la par?bola del banquete es clara. La par?bola tiene por protagonista a un rey, que tras haber preparado un banquete de bodas para su hijo, env?a a sus siervos para llamar a los invitados. Estos ?ltimos, tras haber escuchado a los siervos, rechazan la invitaci?n. Cada uno tiene su justo motivo, su m?s que comprensible ocupaci?n: uno en su campo, otro en sus cosas. Todos coinciden en su rechazo.
Pero el rey no se rinde; insiste y env?a de nuevo a sus siervos a renovar la invitaci?n. Parece o?r al ap?stol, cuando dice que para el Evangelio hay que insistir en toda ocasi?n, tanto si es oportuna como si no lo es. Pero esta vez los invitados, no solo desatienden la propuesta del rey, sino que llegan a maltratar e incluso a asesinar a sus siervos. Es lo mismo que pasa cada vez que el Evangelio queda al margen o es expulsado de nuestra vida. Ante esta incre?ble reacci?n el rey, indignado, hace castigar a los asesinos. En realidad, se castigan ellos mismos, es decir, se excluyen del banquete de la vida, de la paz, del amor. Caen en una vida de infierno. El rey, no obstante, no abandona su ilimitado deseo de reunir a los hombres. Env?a a otros siervos con la orden de dirigirse a todos aquellos que encuentren por los caminos, sin distinci?n. Pero esta vez la invitaci?n es acogida y la sala se llena de comensales "buenos y malos". Parece como si a Dios no le interese c?mo somos; lo que quiere es que estemos ah?. En aquella sala no hay puros y santos. Est?n todos. Si nos guiamos por otras p?ginas del Evangelio, m?s bien se dir?a que se trataba de masas de pobres y de pecadores. Jes?s afirma que todos son invitados y todo aquel que llega es acogido; no importa si uno tiene m?ritos o no, no importa si uno tiene la conciencia tranquila o no. En aquella sala no se puede distinguir a los santos de los pecadores, a los puros de los impuros.
Lo importante es tener el "traje de boda". En Oriente, el invitado, fuera quien fuera, era recibido con todos los honores: era lavado y vestido antes de entrar en la sala del banquete. Aquel que no segu?a la costumbre demostraba no aceptar la hospitalidad y se sent?a casi con derecho a entrar, pr?cticamente como si fuera el amo. El traje de boda es el amor de Dios que se vierte sobre nosotros hasta cubrir todas nuestras culpas, todas nuestras debilidades. El traje de boda es la fe, es la adhesi?n cari?osa al Se?or y a su palabra. Escribe a dicho prop?sito el Apocalipsis: "Mir? y hab?a una muchedumbre inmensa de toda naci?n, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas" (Ap 7, 9).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.