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Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

V de Cuaresma
Recuerdo de Jos? de Arimatea, disc?pulo del Se?or que ?esperaba el reino de Dios?
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 17 de marzo

Homil?a

Con este quinto domingo la Cuaresma se dirige a su final y nos lleva hacia la gran y santa semana de la pasi?n, muerte y resurrecci?n de Jes?s. En muchas ocasiones, durante este tiempo, hemos sido exhortados a la conversi?n, y a pesar de todo cada uno de nosotros se descubre igual a s? mismo. Quiz?s hemos escuchado poco la Palabra de Dios, y no se ha enraizado en nuestro coraz?n y en la realidad de nuestra vida; en suma, nos hemos dejado transformar poco. No lo decimos por la man?a de hacer balances o para proponer de nuevo un pesimismo in?til. Al contrario, creo que todos sabemos las dificultades con que tropieza el tiempo del Se?or para insertarse en el transcurrir convulso de nuestro d?a a d?a, y de los obst?culos que encuentran las invitaciones y los sentimientos de Dios dentro de la selva de nuestros propios sentimientos y de las muchas invitaciones que nos llegan cada d?a. A menudo sofocamos el tiempo oportuno de Cuaresma con nuestros quehaceres, con nuestras preocupaciones y, por qu? no, con las banalidades que se apoderan de nosotros y nos dominan. As?, cada uno contin?a siendo como antes. Este domingo sale a nuestro encuentro, y en cierto modo nos toma y nos lleva de nuevo ante el Se?or. Ante ?l no es posible sentirse como aquel fariseo que se alababa a s? mismo, porque es el Se?or de la misericordia y no un recaudador exigente.
Es el alba de un nuevo d?a y Jes?s ?se?ala el evangelio de Juan? est? de nuevo en el templo ense?ando. Una muchedumbre lo rodea. De repente, de entre el grupo de gente que le escucha se abre paso un grupo de escribas y fariseos que empuja a una mujer sorprendida en adulterio. La arrastran al medio del c?rculo y la ponen ante Jes?s, pregunt?ndole si hay que aplicar o no la ley de Mois?s. Esta ley, dicen, manda ?apedrear a estas mujeres? (los escribas y fariseos se refieren a las disposiciones del Lev?tico 20, 10 y del Deuteronomio 22, 22-24, que contemplan la muerte para los ad?lteros). En realidad no les impulsa el celo por la ley, y a?n menos les preocupa el drama de aquella mujer. Quieren tender una trampa al joven profeta de Nazaret, para desacreditarlo ante el cada vez mayor n?mero de gente que le escucha.
Si condena a la mujer ?piensan? ir? en contra de la tan proclamada misericordia; si la perdona, se pondr? en contra de la ley. En ambos casos saldr? derrotado. Jes?s, inclin?ndose, se pone a ?escribir con el dedo en la tierra?. Es una actitud extra?a: Jes?s se queda en silencio, como har? durante la pasi?n ante personajes como Pilatos y Herodes. El Se?or de la Palabra, el hombre que hab?a hecho de la predicaci?n su vida y su servicio hasta la muerte, ahora calla. Se inclina y se pone a escribir en el polvo. No sabemos qu? escribi?, ni qu? pens? Jes?s en aquel momento; podemos imaginar los sentimientos indignados de los fariseos, y quiz?s intuir qu? hab?a en el coraz?n de aquella mujer, cuya esperanza de supervivencia estaba ligada a aquel hombre del que, por otra parte, no sal?a ni una palabra ni un gesto. Tras la insistencia de los fariseos, Jes?s levanta la cabeza y pronuncia una frase que arroja algo de luz sobre sus pensamientos: ?Aquel de vosotros que est? sin pecado, que le arroje la primera piedra?. Y se inclina de nuevo para escribir en la tierra. La repuesta desarma a todos. Aquellas palabras alcanzaron a todos en la diana: ?Se iban retirando uno tras otro, comenzando por los m?s viejos?, se?ala agudamente el evangelista. Tan solo quedan Jes?s y la mujer. Se encuentran una delante de la otra, la miseria y la misericordia.
En aquel momento Jes?s vuelve a hablar. Lo hace como de costumbre, con su tono, su pasi?n, su ternura y su firmeza. Levanta la cabeza y pregunta a la mujer: ?Mujer, ?d?nde est?n? ?Nadie te ha condenado??. Y ella responde: ?Nadie, Se?or?. La palabra de Jes?s se hace profunda, no indiferente sino llena de misericordia. Es una palabra buena, de ?sas que solo el Se?or sabe pronunciar. ?Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques m?s?. Jes?s era el ?nico que habr?a podido levantar la mano y lanzarle piedras para lapidarla, el ?nico justo. Sin embargo la tom? de la mano y la alz? del suelo. En realidad la levant? de su condici?n de miseria y la puso en pie: no hab?a venido a condenar, y mucho menos para entregar a la muerte por lapidaci?n, sino para hablar y devolver a la vida a los pobres y los pecadores. Dirigi?ndose a la mujer a?ade: ?Vete?, es decir, vuelve al camino que te he indicado, el camino de la misericordia y el perd?n. Es el camino que el Se?or Jes?s, domingo tras domingo, indica a todo el que se acerca a ?l.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.