ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 27 de noviembre

Homilía

Con este primer Domingo de Adviento empieza el año litúrgico, un tiempo que invita a los creyentes a retomar nuevamente la peregrinación espiritual que nos lleva hacia el “monte de la Casa del Señor”, como escribe Isaías. Es la visión del profeta sobre el final de los tiempos, cuando todos los pueblos de la tierra caminarán hacia el monte de Sión “donde habita el Señor de los ejércitos” (8, 18). Y es también la visión donada a toda generación cristiana. Todas las generaciones están invitadas a mirar hacia esos días. De hecho, en aquellos días -profetiza Isaías- los pueblos se dirán uno a otro: “Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos”. Si se camina por los senderos de Dios se abandonan los de los conflictos. La santa Liturgia de este comienzo de Adviento pone ante nuestros ojos esa gran visión para decirnos que el tiempo que estamos a punto de iniciar no es un camino sin meta, como para quienes no saben a dónde ir. Y tampoco es un camino para hacer individualmente, cada uno por su cuenta o siguiendo su interés, como sin embargo parece suceder hoy en este mundo nuestro. Este día y todo el año que viene es un don que la Iglesia ofrece a sus hijos para liberarlos de las pequeñas visiones, de los pequeños sueños, e insertarlos en el sueño de Dios, en la visión de un futuro de justicia, de paz y amor. Es el Señor mismo quien ha preparado este futuro. Nuestra vida adquiere sentido si hacemos nuestro este sueño común. Es el sueño mismo de Dios el que debe implicar a todos los pueblos de la tierra para que se digan unos a otro: “Venid, subamos al monte del Señor”. Claro, se necesita un nuevo empuje, una nueva audacia para estar al servicio de este sueño.
El Señor no nos deja solos en esta obra. Conoce bien nuestro pecado, nuestras debilidades. Y él mismo viene para tomarnos y conducir nuestros pasos. Día tras día, Domingo tras Domingo, viene a nuestro lado para iluminarnos con su palabra y con el don del Espíritu. Es también el sentido de este tiempo de Adviento, marcado por la espera de Jesús. Es verdad que él habita ya con nosotros cada día, como él mismo dijo a los discípulos: "Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Pero hay una gracia especial del Adviento: la gracia de poder tener una conciencia más viva y clara de Jesús como “aquel que viene” junto a nosotros, como quien deja el cielo para venir hacia nosotros, mucho antes de lo contrario, es decir, de que nosotros vayamos hacia él. Para nosotros es fácil quedarnos bloqueados en nuestra pereza, apoltronados por la mediocridad y obstinados en una necia autorreferencialidad. El riesgo que corremos y que este tiempo quiere alejar es el de estar tan concentrados en nosotros mismos y en nuestras preocupaciones personales hasta el punto de no darnos cuenta ni siquiera de la venida del Señor, de su cercanía, de su amor.
Es por esto que también suena verdadera para nosotros la advertencia de Jesús a los discípulos: “como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre”. Es una severa advertencia también para nuestros días, para los hombres y las mujeres de este tiempo, y para nosotros que no somos ajenos a la mentalidad de este mundo. En la Carta a los Romanos, bien consciente de esto, el apóstol Pablo exhorta a los cristianos de Roma: "es ya hora de levantaros del sueño". Y, aplicándoselo incluso a sí mismo, afirma: “como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias” (13,13). Es la invitación a una vigilancia activa. Un estilo de vida egocéntrico apesadumbra el corazón y oscurece la mente, nos vuelve insensibles a los demás y empuja a concentrar los ojos y los pensamientos en el pequeño recinto de los intereses individuales. Y desgraciadamente el individualismo parece ganar cada vez más terreno favoreciendo la resignación a un mundo violento y quemando toda esperanza de un mundo de paz y amor.
Pero, he aquí el tiempo de Adviento, un tiempo oportuno para escuchar la Palabra de Dios y para reorientar nuestra mirada hacia Jesús. El Evangelio insiste, con un lenguaje típico de los últimos tiempos -y para nosotros estos son nuestros últimos tiempos para la decisión-, en que todos asumamos un estilo de vida menos autorreferencial y más atento al Evangelio y a sus exigencias. Jesús no tiene miedo de compararse con un ladrón que llega de improviso: “velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor... Si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le horadasen su casa”. Este extraño texto es una llamada a la vigilancia. Y vigilar no quiere decir simplemente esperar que venga algo. Vigilar quiere decir gastar nuestra vida por el Evangelio, empeñarnos con audacia en que la visión universal de salvación que el Señor ha puesto delante de nosotros pueda realizarse también en nuestros tiempos. Vigilar quiere decir entonces rezar, escuchar el Evangelio y percatarnos de los signos de la presencia de Dios en el mundo. En este tiempo la oración de la Iglesia pide que los cielos se abran y descienda el Salvador. Que nuestros ojos, hermanos y hermanas, estén limpios y nuestros oídos atentos para reconocer los signos de su paso. El apóstol Pablo nos exhorta también a nosotros: “Revestíos más bien del Señor Jesucristo”. Escuchemos su palabra, revistámonos del amor por los demás, especialmente los pobres, y sabremos reconocer y acoger al Señor que viene para poner su tienda en medio de nosotros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.