ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, naci?n santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 12,44-50

Jes?s grit? y dijo:
?El que cree en m?,
no cree en m?,
sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a m?,
ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo
para que todo el que crea en m?
no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda,
yo no le juzgo,
porque no he venido para juzgar al mundo,
sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras,
ya tiene quien le juzgue:
la Palabra que yo he hablado,
?sa le juzgar? el ?ltimo d?a; porque yo no he hablado por mi cuenta,
sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado
lo que tengo que decir y hablar, y yo s? que su mandato es vida eterna.
Por eso, lo que yo hablo
lo hablo como el Padre me lo ha dicho a m?.?

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes ser?n santos
porque yo soy santo, dice el Se?or.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio nos muestra a Jes?s todav?a en el templo hablando abiertamente de su misi?n. Y lo hace a gritos, remiti?ndose as? a la fuerza de los profetas: "El que cree en m?, no cree en m?, sino en aquel que me ha enviado". Jes?s no solo se presenta como el enviado del Padre, sino que es una ?nica cosa con ?l. Nos introduce en el coraz?n del mensaje evang?lico. ?l vino al mundo como luz verdadera que desvela el misterio de amor que est? escondido en Dios. Finalmente, el Hijo nos lo ha revelado: "yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar". Jes?s, exegeta de Dios, nos explica el amor del Padre. El Creador del cielo y de la tierra quiere la salvaci?n de todos los hombres, que son hijos suyos. Quien escucha las palabras del Hijo se salva, mientras que quien no las escucha o las rechaza ser? condenado. Se trata de escuchar y guardar la palabra evang?lica, es decir, acogerla y ponerla en pr?ctica, como dijo al finalizar el discurso de la monta?a. Jes?s habla para salvar, no para condenar. ?l no desprecia ni siquiera la mecha mortecina que corre el peligro de apagarse por un suave soplido ni la ca?a quebrada que corre el peligro de partirse de un momento al otro. La verdadera condena, de hecho, no proviene de la Palabra de Dios, sino de la poca fe que depositamos en ella: no creemos que puede cambiar los corazones, que puede crear sentimientos y acciones nuevos. "El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue": m?s que una condena es una constataci?n. De hecho, si no acogemos la Palabra de Dios y no la convertimos en vida, ?c?mo podr? ?l guiarnos, curarnos y hacernos felices? Estar?amos condenados a escucharnos solo a nosotros mismos y a quedarnos circunscritos a nuestro peque?o horizonte. Pero si escuchamos el Evangelio de Cristo entramos en el misterio mismo de Dios: "Lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a m?". Existe como una especie de cadena descendente de amor: el Padre comunica al Hijo la verdad de su amor, y el Hijo a su vez nos la comunica a nosotros. Cada vez que escuchamos la palabra de Dios y nos acercamos a la Eucarist?a somos acogidos en el misterio de la comuni?n con el Padre, el Hijo y el Esp?ritu Santo. El Se?or se rebaja hasta nosotros para que seamos como ?l.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.