Fiesta de la Transfiguración del Señor en el monte Tabor.
Recuerdo de Hiroshima (Japón), donde en 1945 se lanzó la primera bomba atómica.
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Fiesta de la Transfiguración del Señor en el monte Tabor.
Recuerdo de Hiroshima (Japón), donde en 1945 se lanzó la primera bomba atómica.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Marcos 9,2-10
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: ?Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías?; - pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados -. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: ?Este es mi Hijo amado, escuchadle.? Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de ?resucitar de entre los muertos.?
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El monte de la Transfiguración, que la tradición posterior identificó con el Tabor, se presenta como imagen de todo itinerario espiritual. Podemos imaginar a Jesús llamándonos también a nosotros para llevarnos con él al monte, tal como hizo con los tres discípulos más amigos, para vivir con él la experiencia de la comunión íntima con el Padre. Algún comentador sugiere que el pasaje narra una experiencia espiritual que fue importante ante todo para Jesús: una visión celestial que produjo una transfiguración en él. Es una hipótesis que permite entender más a fondo la vida espiritual de Jesús. A veces olvidamos que también él hizo un itinerario espiritual, como subraya el mismo Evangelio: "Crecía en sabiduría, en estatura y en gracia". También él sintió el esfuerzo y la alegría de un camino. También él, al igual que Abrahán, Moisés, Elías y todo creyente, pudo subir al monte. También él sintió la necesidad de "subir" hacia el Padre, de encontrarse con Él. Es cierto que la comunión con el Padre era todo su ser, toda su vida, el pan de sus días, la sustancia de su misión, el corazón de todo lo que era y hacía; pero tal vez también él necesitaba momentos en los que esta relación íntima emergiera en su plenitud. Sin duda lo necesitaban los discípulos. Pues bien, el Tabor fue uno de estos momentos singularísimos de comunión, que el Evangelio amplía a toda la historia del pueblo de Israel, tal como demuestra la presencia de Moisés y Elías que "conversaban con Jesús". Jesús no vivió esta experiencia solo; hizo partícipes también a sus tres amigos más íntimos. Fue uno de los momentos más significativos de la vida personal de Jesús, y también de los tres discípulos y de todos los que se dejan acompañar en esa misma subida. En la tradición de la Iglesia ha habido muchas interpretaciones de este pasaje evangélico. Una de las más constantes es la que ve en la vida monástica el reflejo de la Transfiguración, a causa de la radicalidad de la decisión que implica. En la vida de cada día con el Señor, en la oración y cuando escuchamos las Escrituras debemos transfigurar siempre nuestra vida y el mundo que nos rodea.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.