ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 7,19-32

Clamaron los israelitas al Señor su Dios, pues su ánimo empezaba a flaquear, viendo que el enemigo les había cercado y cortado toda retirada. 34 días estuvieron cercados por todo el ejército asirio, infantes, carros y jinetes. A todos las habitantes de Betulia se les acabaron las reservas de agua; las cisternas se agotaron; ni un solo día podían beber a satisfacción, porque se les daba el agua racionada. Los niños aparecían abatidos, las mujeres y los adolescentes desfallecían de sed y caían en las plazas y a las salidas de las puertas de la ciudad, faltos de fuerzas. Todo el pueblo, los adolescentes, las mujeres y los niños, se reunieron en torno a Ozías y a los jefes de la ciudad y clamaron a grandes voces, diciendo delante de los ancianos: «Juzgue Dios entre nosotros y vosotros, pues habéis cometido una gran injusticia contra nosotros, por no haber hecho tentativas de paz con los asirios. Y ahora no hay nadie que pueda valernos. Dios nos ha vendido en sus manos, para sucumbir ante ellos de sed y destrucción total. Llamadles ahora mismo y entregad toda la ciudad al saqueo de la gente de Holofernes y de todo su ejército. Mejor nos es convertirnos en botín suyo. Seremos sus esclavos, pero salvaremos la vida y no tendremos que ver cómo, a nuestros ojos, se mueren nuestros niños y expiran nuestras mujeres y nuestros hijos. Os conjuramos por el cielo y por la tierra, y por nuestro Dios, Señor de nuestros padres, que nos ha castigado por nuestros pecados, y por los pecados de nuestros padres, que cumpláis ahora mismo nuestros deseos.» Y toda la asamblea, a una, prorrumpió en gran llanto y clamaron, a grandes voces, al Señor Dios. Ozías les dijo: «Tened confianza, hermanos; resistamos aún cinco días, y en este tiempo el Señor Dios nuestro volverá su compasión hacia nosotros, porque no nos ha de abandonar por siempre. Pero si pasan estos días sin recibir ayuda cumpliré vuestros deseos.» Y despidió a la gente, cada cual a su puesto. Los hombres fueron a las murallas y torres de la ciudad, y a las mujeres y niños los enviaron a casa. Había en la ciudad un gran abatimiento.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En estos primeros capítulos el libro de Judit muestra el avance inexorable del mal, personificado en el ejército de Holofernes, que debe allanar el camino a la adoración de Nabucodonosor como "dios" de la tierra. El mal, en efecto, parece crecer hasta su paroxismo, hasta hacer brecha en el mismo pueblo de Israel. La ciudad ya lleva treinta y cuatro días sitiada y los víveres se han terminado, se dejan sentir los efectos del hambre y de la sed, que diezman sobre todo a niños y mujeres. El mero hecho de ver al ejército que sitia la ciudad provoca desaliento. Pasan los días y aumenta en el ánimo de todos el miedo y el abatimiento. La confianza en Dios vacila y el pueblo sólo ve ante sí la muerte. En efecto, cuando mengua la confianza en el Señor empieza la resignación ante la esclavitud: mejor ser esclavos de Nabucodonosor que ver morir a los pequeños y a las mujeres, les dicen a Ozías y a los demás ancianos. Podríamos preguntarnos, lógicamente, dónde está ahora la confianza en Dios, la esperanza en el Señor. Ahora que el peligro es inminente, ahora que el pueblo ve al enemigo que rodea la ciudad, cae la esperanza de la salvación. Pero la resignación ante la fuerza del mal es el inicio de la derrota. No obstante, precisamente cuando falta todo se manifiesta la firmeza de la fe y la fuerza de la esperanza. Dios puso a prueba la fe de su pueblo, pero su fe desfalleció. La confianza en Dios, podríamos decir, es la virtud de los débiles, de los pobres y de los desesperados. Cuando depositamos la confianza en nosotros mismos, en la fuerza del número, en la fuerza de la salud, en el poder del dinero, fácilmente olvidamos a Dios. Los pobres nos muestran lo que somos realmente: hombres y mujeres débiles que dependen en todo de los demás, de Dios. Miremos cómo tienden sus manos: son nuestros maestros en la fe. Cuando seamos como ellos, cuando no tengamos nada, acordémonos de implorar al Señor y de no resignarnos al poder del maligno. Es verdad, a veces puede parecer que Dios calla, o que duerme sobre la almohada como sucedió con Jesús cuando atravesaba el lago mientras la barca de los discípulos era zarandeada por las olas. Jesús reprochó a sus discípulos: "¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?" (Mc 4, 40). La verdadera esperanza es confiar en el Señor aunque a veces parezca estar ausente. Es cierto que el pueblo de Betulia esperó, hizo penitencia, rezó y Dios pareció no haberle escuchado. En efecto, en la vida de la Iglesia y del mundo existe también el misterio del silencio de Dios. Y todos podemos atravesar momentos de desasosiego y de vacío. Pero tal vez Dios calla, entre otras cosas, porque los creyentes no ponen en Él toda su confianza. Prefieren ser esclavos de Nabucodonosor antes que confiar totalmente en Dios. El mal parece haber alcanzado su culmen conquistando el corazón y el pensamiento del pueblo de Israel: prefieren el abandono de Dios a la muerte. En realidad, la salvación de los creyentes pasa a través de la muerte. Así, Abrahán recuperó a su hijo, figura de lo que iba a suceder con Jesús. Los creyentes están llamados a dar muerte a su ego y a sus seguridades para reposar únicamente sobre su Dios. Al hambriento pueblo de Betulia, que desfallece por las calles a causa de la inanición, podría quedarle una fe que es también confianza en un Dios que parece abandonar a su pueblo al exterminio. Precisamente esa fe tuvo la fuerza de obtener el milagro. Esta página de la Escritura nos muestra la radicalidad del amor de Dios. También las palabras de Ozías están marcadas por la incredulidad: "Resistamos aún cinco días… si pasan estos días sin recibir ayuda, cumpliré vuestros deseos". Hasta en el líder del pueblo parece que mengua la fe. La vida religiosa del pueblo de Dios, en aquel momento, estaba recluida sólo en el corazón de una mujer: Judit. Ella, una pobre y débil mujer, confiaba plenamente en la fuerza de Dios que ama a su pueblo y que lo librará una vez más de la esclavitud.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.