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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de san Romualdo ((1027), anacoreta y padre de los monjes camaldulenses. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 19 de junio

Recuerdo de san Romualdo ((1027), anacoreta y padre de los monjes camaldulenses.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 5,43-48

«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Continúa el discurso de las oposiciones. Después de haber recordado a los discípulos cuál es el sentir común de su tiempo («Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo»), Jesús propone su Evangelio: «Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan». Jesús propone el amor, el primero de los mandamientos, como corazón de la vida del discípulo y de la Iglesia. Las breves palabras de este pasaje evangélico muestran cuál es la verdadera sabiduría de la vida. No consiste en dejarse guiar por el odio y por la venganza. Por desgracia estos sentimientos y estas actitudes presentes desde siempre en todo hombre no dejan de hacer sentir su fuerza. Y por desgracia, tampoco dejan de hacer sentir su apariencia de normalidad. Es fácil pensar que es normal defenderse de quien quiere el mal para nosotros. Jesús sabe que no derrotaremos al mal acariciándolo sino entrando en su terreno. Hay que extirparlo de raíz. Por eso, de manera paradójica pero fundamental, llega a pedir a sus discípulos que amen incluso a sus enemigos. Se trata de una afirmación que escandaliza la mentalidad corriente porque es desconcertante. Y nos preguntamos si realmente es posible. ¿No es la típica utopía abstracta e imposible de llevar a la práctica? Estas palabras las puso en práctica Jesús mismo cuando desde la cruz oró por sus verdugos. ¡Y cuántos mártires, a partir de Esteban, han vivido con el mismo espíritu! Está claro que un amor de ese tipo no proviene de los hombres y aún menos de nuestros corazones: proviene de Dios, que hace salir el sol sobre justos e injustos, sin diferencias. El Señor da a todos, aunque no lo merezcan, su amor gratuitamente. Los discípulos deben vivir en este horizonte de amor, que viene del cielo y que transforma la tierra. Porque si no, «si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?». Terminamos siendo sal sin sabor y luz sin resplendor. Jesús es audaz en el ideal que propone. Dice también: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial». Si aceptamos su amor nos mantenemos en el camino de la perfección misma de Dios. En un tiempo en el que domina la idea de contraponerse y de buscar enemigos, la indicación de amar a los enemigos es liberadora. Jesús sabe que los hombres se enemistan fácilmente. Y para romper esta cadena infernal, Jesús propone algo que nadie jamás se ha atrevido a pronunciar: «Amad a vuestros enemigos». Solo de ese modo el amor vence de verdad. El Evangelio no niega la complejidad de la vida, pero sí niega que la lógica del enfrentamiento sea la única que puede regir en las relaciones y sobre todo que sea inevitable. Porque, entre otras cosas, el que hoy es enemigo, con el amor, mañana puede volver a ser o puede convertirse en amigo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.