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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XII del tiempo ordinario
La Iglesia de Occidente y la Iglesia de Oriente recuerdan hoy el nacimiento de Juan el Bautista, el más grande «entre los nacidos de mujer», que preparó el camino al Señor.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 24 de junio

XII del tiempo ordinario
La Iglesia de Occidente y la Iglesia de Oriente recuerdan hoy el nacimiento de Juan el Bautista, el más grande «entre los nacidos de mujer», que preparó el camino al Señor.


Primera Lectura

Job 38,1.8-11

Yahveh respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo: ¿Quién encerró el mar con doble puerta,
cuando del seno materno salía borbotando; cuando le puse una nube por vestido
y del nubarrón hice sus pañales; cuando le tracé sus linderos
y coloqué puertas y cerrojos? ¡Llegarás hasta aquí, no más allá - le dije -,
aquí se romperá el orgullo de tus olas!

Salmo responsorial

Psaume 106 (107)

¡Aleluya!
Dad gracias a Yahveh, porque es bueno,
porque es eterno su amor.

Que lo digan los redimidos de Yahveh,
los que él ha redimido del poder del adversario,

los que ha reunido de entre los países,
de oriente y de poniente, del norte y mediodía.

En el desierto erraban, por la estepa,
no encontraban camino de ciudad habitada;

hambrientos, y sedientos,
desfallecía en ellos su alma.

Y hacia Yahveh gritaron en su apuro,
y él los libró de sus angustias,

les condujo por camino recto,
hasta llegar a ciudad habitada.

¡Den gracias a Yahveh por su amor,
por sus prodigios con los hijos de Adán!

Porque él sació el alma anhelante,
el alma hambrienta saturó de bienes.

Habitantes de tiniebla y sombra,
cautivos de la miseria y de los hierros,

por haber sido rebeldes a las órdenes de Dios
y haber despreciado el consejo del Altísimo,

él sometió su corazón a la fatiga,
sucumbían, y no había quien socorriera.

Y hacia Yahveh gritaron en su apuro,
y él los salvó de sus angustias,

los sacó de la tiniebla y de la sombra,
y rompió sus cadenas.

¡Den gracias a Yahveh por su amor,
por sus prodigios con los hijos de Adán!

Pues las puertas de bronce quebrantó,
y los barrotes de hierro hizo pedazos.

Embotados de resultas de sus yerros,
miserables a causa de sus culpas,

todo manjar les daba náusea,
tocaban ya a las puertas de la muerte.

Y hacia Yahveh gritaron en su apuro,
y él los salvó de sus angustias;

su palabra envió para sanarlos
y arrancar sus vidas de la fosa.

¡Den gracias a Yahveh por su amor,
por sus prodigios con los hijos de Adán!

Ofrezcan sacrificios de acción de gracias, y sus obras pregonen con gritos de alegría.

Los que a la mar se hicieron en sus naves,
llevando su negocio por las muchas aguas,

vieron las obras de Yahveh,
sus maravillas en el piélago.

Dijo, y suscitó un viento de borrasca,
que entumeció las olas;

subiendo hasta los cielos, bajando hasta el abismo,
bajo el peso del mal su alma se hundía;

dando vuelcos, vacilando como un ebrio,
tragada estaba toda su pericia.

Y hacia Yahveh gritaron en su apuro,
y él los sacó de sus angustias;

a silencio redujo la borrasca,
y las olas callaron.

Se alegraron de verlas amansarse,
y él los llevó hasta el puerto deseado.

¡Den gracias a Yahveh por su amor,
por sus prodigios con los hijos de Adán!

¡Ensálcenle en la asamblea del pueblo,
en el concejo de los ancianos le celebren!

El cambia los ríos en desierto,
y en suelo de sed los manantiales,

la tierra fértil en salinas,
por la malicia de sus habitantes.

Y él cambia el desierto en un estanque,
y la árida tierra en manantial.

Allí asienta a los hambrientos,
y ellos fundan una ciudad habitada.

Y siembran campos, plantan viñas,
que producen sus frutos de cosecha.

El los bendice y crecen mucho
y no deja que mengüen sus ganados.

Menguados estaban, y abatidos
por la tenaza del mal y la aflicción.

El que vierte desprecio sobre príncipes,
los hacía errar por caos sin camino.

Mas él recobra de la miseria al pobre,
aumenta como un rebaño las familias;

los hombres rectos lo ven y se recrean,
y toda iniquidad cierra su boca.

¿Hay algún sabio? ¡Que guarde estas cosas,
y comprenda el amor de Yahveh!

Segunda Lectura

Segunda Corintios 5,14-17

Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así. Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 4,35-41

Este día, al atardecer, les dice: «Pasemos a la otra orilla.» Despiden a la gente y le llevan en la barca, como estaba; e iban otras barcas con él. En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca, de suerte que ya se anegaba la barca. El estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» El, habiéndose despertado, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla, enmudece!» El viento se calmó y sobrevino una gran bonanza. Y les dijo: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: «Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

«Pasemos a la otra orilla». Esta orden de Jesús a los discípulos, que abre el Evangelio de este domingo, es una pregunta especialmente para aquellos que tienen la tentación de pararse, de cerrarse en sí mismos, en el horizonte de cada día. Solo obedeciendo a Jesús se puede ir más allá. Así lo hicieron los discípulos cuando aceptaron la invitación de Jesús de subir a la barca y pasar a la otra orilla. Pero poco después se desencadena una tormenta, un fenómeno frecuente en el lago de Genesaret. La barca se zarandea por la tormenta y Jesús duerme; los apóstoles se preocupan cada vez más y su miedo aumenta, mientras que Jesús continúa durmiendo tranquilamente. Parece que a Jesús no le importe lo que les pasa, su vida, sus familias. El espanto crece cada vez más hasta que los discípulos despiertan a Jesús y le reprochan: «¿No te importa que perezcamos?». Es un grito de desesperación, no hay duda, pero podemos leer en él también la confianza en aquel maestro. Es una pregunta tal vez un tanto brusca, pero contiene al mismo tiempo una esperanza. También nuestra oración a veces es como un grito de desesperación que quiere despertar al Señor. ¿Cuántos de nosotros quedan atrapados por la tormenta y no tienen nada más a lo que aferrarse que el grito de ayuda, mientras parece que el Señor duerme? Aquel grito está cerca de muchas situaciones humanas, a veces pueblos enteros que han sufrido hasta la muerte. Jesús duerme porque confía plenamente en el Padre: sabe que no abandonará a nadie. Tomar con nosotros al Señor significa cargar con su confianza y su poder bueno.
A nuestro grito se despierta, se pone en pie sobre la barca, y amenaza al viento y al mar tempestuoso. De inmediato el viento calla y llega una gran bonanza. Dios vence a las potencias hostiles que no permiten hacer la travesía. La narración se cierra con un episodio peculiar. Los discípulos son presa de un gran miedo y se dicen entre sí: «¿Quién es este?». El texto de Marcos habla de miedo más que de estupor. Este segundo miedo, aun siendo fuerte como el anterior, tiene características incisivas que llegan hasta lo más hondo del alma. Es el santo temor de estar ante la presencia de Dios. Sí, el temor de quien se siente pequeño y pobre frente al salvador de la vida; el temor de quien, siendo débil y pecador, es acogido por aquel que lo supera en el amor; el temor de no desperdiciar el único verdadero tesoro de amor que hemos recibido; el temor de no saber aprovechar la proximidad de Dios en nuestra vida de cada día; el temor de no desperdiciar el «sueño» de un nuevo mundo que Jesús ha empezado también en nosotros y con nosotros. Este temor es la señal que nos hace comprender que ya estamos en la otra orilla.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.