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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 11 de noviembre

XXXII del tiempo ordinario


Primera Lectura

1Reyes 17,10-16

Se levantó y se fue a Sarepta. Cuando entraba por la puerta de la ciudad había allí una mujer viuda que recogía leña. La llamó Elías y dijo: "Tráeme, por favor, un poco de agua para mí en tu jarro para que pueda beber." Cuando ella iba a traérsela, le gritó: "Tráeme, por favor, un bocado de pan en tu mano." Ella dijo: "Vive Yahveh tu Dios, no tengo nada de pan cocido: sólo tengo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la orza. Estoy recogiendo dos palos, entraré y lo prepararé para mí y para mi hijo, lo comeremos y moriremos." Pero Elías le dijo: "No temas. Entra y haz como has dicho, pero primero haz una torta pequeña para mí y tráemela, y luego la harás para ti y para tu hijo. Porque así habla Yahveh, Dios de Israel: No se acabará la harina en la tinaja,
no se agotará el aceite en la orza
hasta el día en que Yahveh conceda
la lluvia sobre la haz de la tierra. Ella se fue e hizo según la palabra de Elías, y comieron ella, él y su hijo. No se acabó la harina en la tinaja ni se agotó el aceite en la orza, según la palabra que Yahveh había dicho por boca de Elías.

Salmo responsorial

Salmo 145 (146)

¡Alaba a Yahveh, alma mía!
A Yahveh, mientras viva, he de alabar,
mientras exista salmodiaré para mi Dios.

No pongáis vuestra confianza en príncipes,
en un hijo de hombre, que no puede salvar;

su soplo exhala, a su barro retorna,
y en ese día sus proyectos fenecen.

Feliz aquel que en el Dios de Jacob tiene su apoyo,
y su esperanza en Yahveh su Dios,

que hizo los cielos y la tierra,
el mar y cuanto en ellos hay;
que guarda por siempre lealtad,

hace justicia a los oprimidos,
da el pan a los hambrientos,
Yahveh suelta a los encadenados.

Yahveh abre los ojos a los ciegos,
Yahveh a los encorvados endereza,
Ama Yahveh a los justos,

Yahveh protege al forastero,
a la viuda y al huérfano sostiene.
mas el camino de los impíos tuerce;

Yahveh reina para siempre,
tu Dios, Sión, de edad en edad.

Segunda Lectura

Hebreos 9,24-28

Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro, y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo como el Sumo Sacerdote entra cada año en el santuario con sangre ajena. Para ello habría tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Sino que se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante su sacrificio. Y del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, se aparecerá por segunda vez sin relación ya con el pecado a los que le esperan para su salvación.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Marcos 12,38-44

Decía también en su instrucción: «Guardaos de los escribas, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Esos tendrán una sentencia más rigurosa. Jesús se sentó frente al arca del Tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el arca del Tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: «Os digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de los que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

«La muchedumbre le oía con agrado». ¿Por qué? Escuchar el Evangelio, y escucharlo con agrado, es fundamental para salvarse. Ya el antiguo libro del Eclesiastés exhortaba al hombre sabio a «escuchar con interés toda la palabra que venga de Dios» (Si 6,35).
Estamos al término del viaje de Jesús hacia Jerusalén y el contraste con los escribas y los fariseos alcanza su culmen. El evangelista Marcos subraya la diferencia entre la actitud de la muchedumbre y la de la jerarquía religiosa. Jesús escucha a la gente que le sigue y no quiere desatender sus necesidades y aún menos abandonarla a su destino. El rechazo o la desatención hacia aquellas súplicas habría significado dejar a aquella muchedumbre en manos de los escribas y los fariseos, malos pastores, que habrían dejado a todos en la desesperación. La indiferencia nunca es neutra. Escribas y fariseos son aquellos que dictan qué es la felicidad o la infelicidad, son aquellos que gobiernan las conciencias y los gustos, que nos dirigen con una autoridad que a menudo no entendemos pero a la que nos sometemos. Tienen a su disposición medios poderosos, del mismo modo que poderosos y fuertes eran los escribas en tiempo de Jesús. Él, entonces y ahora, con la pobreza de la predicación evangélica, quiere desbancarles de su rol de guía para que no impongan más pesos duros e inútiles sobre la gente desesperada. Jesús, y solo él, es el verdadero buen pastor.
La reprimenda de los escribas no detiene a Jesús, que añade: «Devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones». Las casas de las viudas son las casas de aquellos que no tienen a nadie que les defienda. Todavía hoy hay muchas casas de viudas y de huérfanos a los que nadie defiende; a veces se trata de países enteros. Sí, hay muchas viudas como la de Sarepta, de quien hablaba el primer libro de los Reyes. En muchas casas y en muchas tierras no hay comida para el mañana. No hay futuro. ¿Quién velará por estas viudas? ¿Quién se ocupará de ellas? Jesús las mira. Las mira del mismo modo que fijó su mirada en la viuda que hacía su ofrenda en el templo. Jesús la ve mientras echa en el tesoro las dos únicas monedas que tiene. Evidentemente, nadie se percata de aquel gesto. No es de familia noble, así que no atrae la atención; no pertenece al mundo de las personas ricas o famosas, así que nadie se fija en ella. Sin embargo Jesús mira con cariño y admiración a aquella mujer. Solo él la ve. A los discípulos, distraídos o atentos solo a lo que impresiona, Jesús les enseña a mirar con amor y atención incluso las cosas más pequeñas.
No es ninguna casualidad que el evangelista coloque un episodio tan insignificante y tan poco vistoso como conclusión de la vida pública de Jesús y de sus enseñanzas en el templo de Jerusalén. Al contrario que el joven rico que «se fue triste» porque tenía muchos bienes y quiso conservarlos (Mc 10,22), esta pobre viuda, al darlo todo, nos enseña cómo amar a Dios y al Evangelio. Ella se fue feliz. En realidad no era viuda. A los ojos de los hombres lo podía parecer. Pero sobre ella se habían posado los ojos de amor de Jesús. Nosotros disfrutaremos de la misma felicidad si, como ella, sabemos dar nuestro pobre corazón enteramente al Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.