ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 22 de diciembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

1Samuel 1,24-28

Cuando lo hubo destetado, lo subió consigo, llevando además un novillo de tres años, una medida de harina y un odre de vino, e hizo entrar en la casa de Yahveh, en Silo, al niño todavía muy pequeño. Inmolaron el novillo y llevaron el niño a Elí y ella dijo: "Óyeme, señor. Por tu vida, señor, yo soy la mujer que estuvo aquí junto a ti, orando a Yahveh. Este niño pedía yo y Yahveh me ha concedido la petición que le hice. Ahora yo se lo cedo a Yahveh por todos los días de su vida; está cedido a Yahveh." Y le dejó allí, a Yahveh.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La oración de Ana envuelve la larga fila de pobres y de débiles y de toda la humanidad que invoca la salvación. El Señor escucha las oraciones de quienes se dirigen a Él con fe. Ana es escuchada y recibe de Dios el hijo que le había "pedido". Lo llamó Samuel, es decir, "se lo he pedido al Señor". Verdaderamente Samuel es el hijo de la oración, y Ana lo custodia como un don precioso. Por esto deja que Elcaná vaya solo en peregrinación a Siló. Le dice al marido: "Cuando el niño haya sido destetado, entonces lo llevaré, será presentado al Señor y se quedará allí para siempre". No se puede estar en la presencia de Dios sin comprender al menos un poco el misterio, sin sentir ese santo temor que es necesario tener ante su grandeza. Por tanto, cuando el niño fue destetado, Ana hizo la peregrinación a Siló con el joven y se presentó inmediatamente donde Elí. Quería cumplir así el voto que había hecho al Señor. Consciente de la extraordinaria misericordia que Dios había tenido con ella, Ana no se queda para sí ese hijo, y, como había prometido, lo entregó en las manos del Señor. Experimentó el poder de Dios y estaba segura de que el hijo estaba en manos más fuertes y más seguras que las suyas. Así correspondía a la fidelidad de Dios por ella ("el Señor se acordó de ella") con su fidelidad a Él ("El Señor me ha concedido la petición que le hice"). Esta mujer está delante de nosotros como ejemplo de creyente. En ella se manifiesta el sentido mismo de la alianza que Dios ha establecido con Israel. Ella, y ahora también nosotros con ella, sabemos que la nueva vida de Israel nace del poder mismo de Dios, un poder inexplicable e irresistible, pero fuerte y concreto. Y lo que sorprende es que un poder así es suscitado y provocado por la oración insistente de la humilde Ana. No tenía capacidades especiales ni pretensiones particulares, pero perseveró en la oración, acogió la bendición de Dios y puso el fruto de su seno al servicio del Señor.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.