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Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en Europa y en las Américas. Leer más

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Jueves 24 de enero

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en Europa y en las Américas.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 7,25-8,6

De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor. Así es el Sumo Sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados propios como aquellos Sumos Sacerdotes, luego por los del pueblo: y esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. Es que la Ley instituye Sumos Sacerdotes a hombres frágiles: pero la palabra del juramento, posterior a la Ley, hace el Hijo perfecto para siempre. Este es el punto capital de cuanto venimos diciendo, que tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor, no por un hombre. Porque todo Sumo Sacerdote está instituido para ofrecer dones y sacrificios: de ahí que necesariamente también él tuviera que ofrecer algo. Pues si estuviera en la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo ya quienes ofrezcan dones según la Ley. Estos dan culto en lo que es sombra y figura de realidades celestiales, según le fue revelado a Moisés al emprender la construcción de la Tienda. Pues dice: Mira, harás todo conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte. Mas ahora ha obtenido él un ministerio tanto mejor cuanto es Mediador de una mejor Alianza, como fundada en promesas mejores.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Continuando su reflexión sobre la centralidad del nuevo "sumo sacerdote" para la Iglesia, el autor afirma que Jesús desempeña esta tarea suya no sobre la tierra sino en el cielo: "tenemos un sumo sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor, no por un hombre". Estamos en una nueva dimensión de culto: Jesús no es sacerdote a la manera de los levitas, que oficiaban en el templo para ofrecer a Dios las cosas de la tierra. Es más -continúa la carta- Jesús ni siquiera habría podido ser sacerdote sobre la tierra porque en el templo las oblaciones y los sacrificios están prescritos por la Ley, mientras que Jesús se ha ofrecido a sí mismo y una vez por todas inaugurando un nuevo culto según las leyes del cielo. Ya en el libro de la Sabiduría se advierte que el templo de Jerusalén es una "imitación de la tienda santa que preparaste desde el principio" (Sab 9, 8). Algunos rabinos pensaban incluso que el santuario celeste estaba justamente delante del terrenal, y que entre el servicio de los ángeles en el cielo y el de los sacerdotes en la tierra había una estrecha correspondencia. En efecto, hay un lazo entre el culto de la tierra y el del cielo. La Carta afirma que Jesús es sumo sacerdote del tabernáculo verdadero, que acoge tanto la tierra como el cielo, mientras que los sacerdotes del templo prestan su servicio en un santuario que es sólo la figura del primero. Y si el tabernáculo de Moisés era una simple obra humana, Dios ha erigido en Cristo el tabernáculo verdadero, el templo santo y definitivo: la comunidad de los creyentes. Por esto la alianza entre Dios y los hombres, mediada por Jesús sumo sacerdote, es superior a la precedente. Las "promesas" del nuevo pacto son extraordinarias porque llevan el cielo sobre la tierra, instauran un nuevo tiempo y crean un nuevo pueblo que da testimonio de la salvación de Dios. Ya el profeta Jeremías había hablado de cuatro promesas futuras: "ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días -oráculo del Señor-: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jr 31, 33). En el nuevo templo inaugurado por Cristo la Ley ya no está escrita sobre las piedras, como sucedió en el Sinaí, sino en el corazón de los discípulos a través del Espíritu derramado en sus corazones, y ellos vivirán una comunión profunda con Dios y con los hermanos y se convertirán en el nuevo pueblo que da testimonio del amor y del perdón a todos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.