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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

Fiesta de la presentación de Jesús en el templo.
Recuerdo de los dos ancianos, Simeón y Ana, que esperaban con fe al Señor. Oración por los ancianos. Recuerdo del centurión Cornelio, primer pagano convertido y bautizado por Pedro.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 2 de febrero

Fiesta de la presentación de Jesús en el templo.
Recuerdo de los dos ancianos, Simeón y Ana, que esperaban con fe al Señor. Oración por los ancianos. Recuerdo del centurión Cornelio, primer pagano convertido y bautizado por Pedro.


Primera Lectura

Malaquías 3,1-4

He aquí que yo envío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su Templo el Señor a quien vosotros buscáis; y el Angel de la alianza, que vosotros deseáis, he aquí que viene, dice Yahveh Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque es él como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata; y serán para Yahveh los que presentan la oblación en justicia. Entonces será grata a Yahveh la oblación de Judá y de Jerusalén, como en los días de antaño, como en los años antiguos.

Salmo responsorial

Salmo 23 (24)

De Yahveh es la tierra y cuanto hay en ella,
el orbe y los que en él habitan;

que él lo fundó sobre los mares,
él lo asentó sobre los ríos.

¿Quién subirá al monte de Yahveh?,
¿quién podrá estar en su recinto santo?

El de manos limpias y puro corazón,
el que a la vanidad no lleva su alma,
ni con engaño jura.

El logrará la bendición de Yahveh,
la justicia del Dios de su salvación.

Tal es la raza de los que le buscan,
los que van tras tu rostro, oh Dios de Jacob. Pausa.

¡Puertas, levantad vuestros dinteles,
alzaos, portones antiguos,
para que entre el rey de la gloria!

¿Quién es ese rey de gloria?
Yahveh, el fuerte, el valiente,
Yahveh, valiente en la batalla.

¡Puertas, levantad vuestros dinteles,
alzaos, portones antiguos,
para que entre el rey de la gloria!

¿Quién es ese rey de gloria?
Yahveh Sebaot,
él es el rey de gloria.

Segunda Lectura

Hebreos 2,14-18

Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. Porque, ciertamente, no se ocupa de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham. Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 2,22-40

Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones , conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles
y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.» Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

Han pasado cuarenta días desde Navidad, y la Iglesia celebra hoy la fiesta de la Presentación de Jesús en el templo, que según el Evangelio de Lucas tiene lugar cuando María y José, de acuerdo con las prescripciones de la Ley, llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén, lugar de la Presencia de Dios. En la tradición del Oriente cristiano esta fiesta se celebra como la fiesta del Encuentro. Es el encuentro entre Dios y su pueblo, que tiene lugar en el templo y celebra a Jesús como "luz de las gentes". Queridos hermanos y hermanas, el Señor viene al encuentro de nuestra vida, y lo hace precisamente en la liturgia que celebramos. Él viene a iluminar nuestra vida y la vida de nuestro mundo. El corazón de tantos se encuentra todavía inmerso en una oscuridad que no encuentra luz. Pero la liturgia hoy nos recuerda con fuerza que el Señor viene al encuentro de su pueblo, porque como recuerda la Carta a los Hebreos: él tiende una mano no a los ángeles, "sino a la estirpe de Abrahán", a la cual también pertenecemos nosotros. Y viene a nuestro encuentro como un niño acompañado de sus padres. Ese niño es el signo viviente del amor de Dios, que tiende la mano a todo hombre. Pero, ¿quién lo reconoce? El Evangelio habla de un hombre anciano de nombre Simeón, que "esperaba la consolación de Israel", es decir, que busca los signos de una esperanza, y por eso se deja guiar del Espíritu de Dios, no se resigna al espíritu de este mundo, que piensa que nada puede cambiar y todo en la historia y en la vida está destinado a repetirse.
"Movido por el Espíritu" -dice el Evangelio- Simeón va al templo, donde tantas veces ha escuchado la Palabra de Dios y ha comprendido que esa Palabra era para él una profecía: no moriría sin haber visto al Mesías, al Cristo. Ese anciano se deja conducir por una profecía, no se resigna, y demuestra tener un corazón atento, vigilante, que no ha envejecido detrás de sus propios lamentos, como a veces les puede ocurrir a nuestros corazones. Y cuando ve a Jesús, Simeón lo toma en sus brazos -y Jesús, en el fondo, se deja coger en brazos por todos los que esperan una consolación para sus vidas y para la vida de este mundo. Simeón hace entonces su gran profesión de fe, canta todo su estupor y su alegría, el cumplimiento de su vida: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación". Los ojos de Simeón miran a lo lejos, iluminados por la Palabra de Dios, no se detienen en el presente ni en su vida, sino que ven lo que aún no es visible. Y lo confía a María, la madre del niño: él será un signo de contradicción, un signo que se puede acoger o rechazar, a la vez un signo de alegría profunda y también de sufrimiento. Esta contradicción se convierte en anuncio de la cruz, de una vida donada por amor.
Y como para confirmar esta profecía hay otra figura que emerge como segundo testimonio, una mujer anciana, la profetisa Ana, una viuda que a sus 84 años estaba siempre en oración en la casa de Dios. También ella reconoce en el niño al Mesías, y comienza a contar la buena noticia a los que están presentes en el templo. Así tiene lugar el encuentro entre el Hijo de Dios y su pueblo: dos ancianos, el humilde Simeón y la viuda Ana lo reconocen, los humildes y los pobres acogen la luz de esa vida que se hace don para todos nosotros, alaban y dan gracias a Dios, y comienzan a comunicar este evangelio a todos. Y en ese encuentro se revela la fuerza del futuro. En la vida de dos ancianos y en el encuentro entre las generaciones se transmite la esperanza del Evangelio, que se comunica de corazón a corazón.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.